Todos, o al menos la mayoría, nos hemos rajado la cabeza en algún momento.

Mi rajá la recuerdo muy bien, fue con la puerta de un gabinete y me tuvieron que coger dos o tres puntitos.

Pensé que a quien más le había dolido aquel cantazo fue a mí, pero este fin de semana descubrí que fue a mi madre.

Mi hijo mayor se cayó de una hamaca y se rajó la cabeza por el área de la coronilla. Cuando lo vi cubierto de sangre me quería morir.

Él estaba tranquilo, pero adolorido. Me encargué de curarlo e inevitablemente aproveché la ocasión para hablarle de la importancia de evitar los peligros.

¿Dónde se traza esa raya entre dejarlos vivir y explorar el mundo y cuidarlos para que no les pase nada?

Una parte de nuestro corazón quisiera encapsularlos para evitar el mínimo rasguño, pero, por otro lado, sabemos que vinieron al mundo para conocerlo y disfrutarlo.

Para tener experiencias y formarse con nuestra ayuda, pero estableciendo la ruta de vida que los haga feliz, ese es el propósito de la vida.

Inevitablemente les tocará coger sus cantazos y la rajá de cabeza. Algunas sanarán con la ayuda de unos puntitos, otras tardarán más tiempo. Sobre todo, las heridas del alma, las desilusiones, las traiciones, los desamores. Esas son las peores “rajás de cabeza”. Las que más daño te hacen, pero también las que más te enseñan y te fortalecen, cuando logras superarlas.

No quisiera que mis hijos las vivieran, pero sé que es inevitable.

Todos estamos preparados para celebrar las victorias, el problema está cuando nos toca lidiar con los fracasos, con los imprevistos de la vida.

La rajá de cabeza le dañó la tarde a mi hijo, quien andaba con unos amigos disfrutando de la playa, pero pudo ser peor.

Mientras lo curaba le hablaba de todo lo que aquí escribo, esperanzada que el mal rato le haya servido de enseñanza para tener más cuidado en sus juegos, pero que, además, incorpore lo aprendido para los riesgos y retos por venir.