El amor crea, matiza y también es capaz de prolongar la vida. Durante las pasadas semanas, fui testigo de una historia de amor que me impactó y quiero compartirla en la columna de hoy. Don Carlos, de 73 años y padre de tres hijos, padeció por años complicaciones de salud que lo llevaron a perder su función renal. Las diálisis ya no eran suficientes y su única alternativa para continuar con vida era un trasplante de riñón.

La recomendación médica fue hablar con sus hijos, lo que llenó de dudas a Don Carlos, pues su vida entera la dedicó a cuidar, criar y echar adelante a sus hijos y bajo ninguna circunstancia haría nada que pudiera afectarlos. “¿Que uno de mis hijos se quede sin un riñón por el resto de su vida, para permitir que yo prolongue la mía?”. Eso le parecía a Don Carlos, de primera instancia, un sacrificio muy grande para sus hijos. Pero ellos pensaban diferente, era lo que había que hacer y, sin titubeos, comenzaron a planificarlo.

“Cinco riñones para tres personas son más que suficientes para vivir el resto de nuestras vidas”, le dijeron los hijos a su padre, dejando claro que esa era una decisión ya tomada y un sacrificio que estaban dispuestos a asumir como familia. Para sus hijos, más que un sacrificio era una hermosa oportunidad que la vida les había dado de poder demostrarle a su padre cuánto lo amaban y agradecían todo lo que había hecho por ellos.

Nota aparte, Don Carlos es un padre ejemplar que dedicó la vida entera a su familia y tiene una personalidad encantadora. Sus tres hijos son iguales. Gente buena de verdad.

Los hijos decidieron por sí mismos, sin darle margen a las dudas de su padre, el realizar la cirugía de trasplante de riñón. Se hicieron la prueba de compatibilidad, resultando el mayor de todos el más idóneo. Aunque este fue el único que entró al quirófano, todos participaron del proceso que culminó de manera favorable, permitiéndole a Don Carlos un respiro adicional de buena vida, al lado de su familia.

Su hijo lleva a mucha honra y orgullo la cicatriz en su abdomen como muestra de amor profundo hacia quien le dio la vida. Los buenos hijos debemos siempre acompañar a nuestros padres hasta lo último. Ellos entregaron sus mejores años para encaminar nuestras vidas y no merecen menos que nuestro amor y atención cuando más la necesitan.

Como hizo este trío de hermanos, debemos hacer lo necesario para regalarle calidad de vida, sin escatimar. Cuando nos falten y la nostalgia nos visite, nada nos dará mayor satisfacción que saber que hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance por hacerlos feliz. Al igual que el hijo donante del riñón que marcó su cuerpo con esa cicatriz de amor hacia su padre, hagamos lo propio marcando nuestros corazones, dedicándonos en cuerpo y alma a nuestros viejos, procurando que nunca les falte nada.

¡Larga vida, Don Carlos!