Cuando los golpes de nuestros sobrinos nos duelen
Dicen que los niños a veces tienen la fuerza de la que carecen muchos adultos, y eso es lo que he visto en mi chiquito.

Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 10 años.
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¿Han experimentado ustedes la sensación de ver la herida abierta en la piel de una persona y poder sentir dolor en la suya? No sé si llamarle empatía porque es más que eso, es literalmente sentir el dolor físico de otra persona en el alma.
Eso es lo que sentimos las tías, cuando nuestros sobrinos se pelan las rodillas, cuando se golpean en la cabeza y cuando se enferman. Es algo extraño porque no es pena lo que sentimos, es dolor físico y espiritual, es desvelo, es desgano, y es al mismo tiempo preocupación de que esa caída, golpe o enfermedad pueda poner en riesgo la vida de alguien tan pequeño e indefenso.
Déjenme hablarles de mi querido Sebastián Yahir, pues todas estas sensaciones y emociones que acabo de explicar, él me las hizo sentir desde unos días después de su nacimiento.
Sebastián nació con unas marcas en su cuerpo. Cuando crezca serán sus marcas de vida. Eso pienso decirle si algún día me pregunta por qué tiene cicatrices en uno de sus pies, antebrazo, espalda, hombros y pecho. Le responderé: "esas son tus marcas de vida porque desde bien chiquito has sido un guerrero, y los guerreros tienen sus batallas marcadas en la piel".
Esas marcas son tumores o nódulos de carácter benigno causados por una condición llamada miofibromatosis infantil. En síntesis, la condición provoca que el cuerpo de Sebastián genere tumores de manera indiscriminada, que pueden seguir creciendo o desapareciendo hasta que la piel se arruga. El peligro es cuando uno de esos tumores se desarrolla en un órgano vital porque podría comprometerlo.
Desde su nacimiento, Sebastián ha sido sometido a estudios y biopsias, fue revisado por médicos en Boston y toma sesiones de quimioterapia desde que tiene siete meses. Ya tiene un año medio y continúa bajo tratamiento.
Pero dicen que los niños a veces tienen la fuerza de la que carecen muchos adultos, y eso es lo que he visto en mi chiquito. Va a sus quimioterapias con el mejor ánimo del mundo y sale con la misma alegría que entró. Se mantiene en buen peso, es un niño inquieto, alegre, que disfruta mucho el juego, y a quien le encanta reírse.
Todo ese proceso, lo he sufrido en silencio (hasta hoy, que lo comparto con ustedes). Es un sentido de impotencia que me lleva a veces a preguntarme por qué no me tocó a mí en lugar de él. Me ha dolido en el alma y en ocasiones, me ha dolido también en la piel porque así es el amor de las titís, porque parece que venimos a este mundo con una especie de "chip", muy parecido al de las madres, que nos permite sentir el dolor de nuestros sobrinos, y hacer todo lo que esté en nuestras manos y más por su salud y su felicidad.
A veces veo a Sebastián, mientras juega o duerme acariciarse con curiosidad la piel arrugada de su antebrazo, y a mí se me encoge el corazón de tristeza, pero al mismo tiempo sonrío al sentir una suave cosquilla en el mío.
Y ustedes, ¿han vivido una experiencia similar?