Como la mayoría de ustedes no me conoce, les voy a contar un poco de mí antes de entrar de lleno en el tema. Tengo 34 años, soy soltera, no tengo hijos y Sebastián es mi único sobrino consanguíneo. 

Tengo buena voz, pero odio cantar en público, y aunque me expreso con claridad y me desenvuelvo bien con el micrófono, tampoco me gusta salir en cámara. De muy pequeña leía en la iglesia, de adolescente daba charlas en una casa de retiros ante grupos grandes de jóvenes y fui líder a través de toda mi escuela. O sea, de tímida no tengo un pelo. Así que esa no es la razón por la cual no me gusta ni que me oigan cantar ni salir ante las cámaras. Es que odio con todo mi corazón hacer el ridículo, además soy bien seria.  

Otros se gozan sus papelones y se ríen de sí mismos, pero yo no. Por eso me había jurado que si algún día tenía un hijo, en mi casa nunca, N-U-N-C-A se vería Atención, Atención. 

No me malentiendan, no tengo nada en contra de ese concepto, me parece educativo, lleno de color y de temas pegajosos, muy apropiados para los niños. Pero, yo, la señorita bien puesta jamás, J-A-M-Á-S se pondría una camisa blanca con una corbata rosa y una falda aniñada, como algunos papás bien “cool” que conozco; jamás, J-A-M-Á-S le entonaría las canciones de El Sapo y El Lagartijo a un hijo mío, y mucho menos, muchísimo menos, imitaría los bailes de este grupo para un hijo o hija mía. 

Resulta que un día me tocó cubrir para el periódico un concierto de Atención, Atención, y solo bastó una hora para que las letras del bendito anfibio y el bendito lagarto se alojaran en mi memoria, sin yo tan siquiera notarlo. 

Meses más tarde, tití –o  sea, yo– estaba sola cuidando a mi adorado Sebastián por unos minutos, y en medio de una de esas perretas cuyos motivos solo los niños conocen, no supe qué hacer para calmarlo. El bobo no aparecía, el pañal estaba seco, y mi teta no da leche. Estaba en estrés, no sabía qué hacer. 

Fue entonces cuando los espíritus de El Sapo y El Lagartijo se apoderaron de mí y las canciones de estos personajes comenzaron a fluir a través de mi garganta. Pero no solo eso. Como El Lagartijo, yo bajaba y encogía mi cuerpo. Así como dice la letra, me metía “en la cueva”; miraba “para un lado y al otro”; y levantaba mis hombros y mostraba las palmas de mis manos al cuestionar “y qué pasó, y que pasó”. Mientras tanto, el niño se mondaba de risa.

Ahí estaba Brenda Peña, como dice Calle 13, “con su cara de intelectual, de enciclopedia” haciendo el ridículo solo para tranquilizar al niño. Ese día me convertí en payasa, en mona y en bufona, con el único objetivo de sacarle una carcajada al nene de tití, y ¿saben qué?, no me arrepiento porque esa sonrisa para mí lo vale todo. 

Eso sí, tengo que confesarles que cuando mi espectáculo terminó, como El Lagartijo, miré “para un lado y al otro” para asegurarme de que nadie de mi familia hubiera presenciado como poco a poco me convertía en la Lady Mágica de la familia.

El papelón de mi vida queda en chiqui-secreto entre Sebastián y yo… y, bueno, ahora ustedes. 

¿Y ustedes, han hecho el ridículo también por sus sobrinos?