No hay dos desastres iguales. Aquí sabemos muy bien que cada tormenta tiene sus características y además, impacta a la población de forma distinta. Todo depende de su intensidad, la cantidad de lluvia y de la ruta. Así que, ¿será justo comparar la respuesta al desastre entre un ciclón y otro? Tal vez no en todos los aspectos, pero sin duda en algunas cosas básicas creo que sí.

Creo que, a juzgar por lo ocurrido con Fiona, nos va muy mal. De forma preliminar, hay cosas que saltan a la vista. Por ejemplo, parece un chiste de mal gusto que los municipios de todo el oeste, por donde cruzó el ojo del huracán y aquellos donde cayeron mucho más de 10 pulgadas de lluvia, fueron excluidos de la declaración de desastre. Dis que hacia falta una información de parte de los alcaldes, que en ese momento estarían ocupados, tal vez salvando vidas y rescatando personas del agua y del lodo.

Posteriormente fueron añadidos otros pueblos, pero aún quedan unos pendientes. Miren la gran ironía de esta situación, hoy alguien que vive en Guaynabo, ya está pidiendo la ayuda individual. Sin embargo, alguien que vive en San Germán, donde el río Guanajibo arrasó todo a su paso, no puede recibir la misma ayuda. Esa ayuda urge, precisamente porque es para que las víctimas de un desastre no tengan que esperar por el proceso burocrático de reclamación para cubrir sus necesidades más apremiantes.

El otro desastre, es la falta de energía eléctrica. Al momento de escribir estas líneas y al cumplirse una semana del paso de Fiona, se reporta que al menos 800,000 abonados tienen servicio de electricidad. Aunque todavía sigue inestable el servicio. Permanecen apagados el sur y el oeste, con unos 600,000 abonados a oscuras, quienes tampoco tienen siquiera una fecha aproximada para el reestablecimiento de la luz. Claro, esa es la zona que recibió el impacto directo. Ahora imaginemos una ruta como la de María, pues seguramente estaría toda la isla sin luz. Es preciso concluir entonces que no estamos ni remotamente listos, en términos de los servicios, para un huracán mayor.

Problemas colaterales: si no hay luz, tampoco hay agua, pues en casi toda la isla se depende de bombas y no todas tienen generador. Y si tienen generador, pues para no carecer de problemas, tampoco había combustible diésel.

En cinco años, a nadie se le ocurrió que María y los constantes apagones nos han obligado a recurrir a los generadores de emergencia y que por lo tanto, más personas van a necesitar combustible. Hace cuatro meses los transportistas advirtieron de la escasez que se avecinaba, por lo altísimo de los precios y la congelación de los márgenes de ganancia. El Gobierno no hizo caso, así que llegamos hasta aquí sin luz, sin agua, sin diésel.

Según evaluamos la respuesta del Gobierno, debo decir que la respuesta de la gente tampoco ha sido la misma. Siempre está presente la solidaridad y el deseo de ayudar a los que están en necesidad. Pero esta vez, los puertorriqueños están también furiosos. La paciencia se agotó y la tolerancia esta escasa. Los elogios a la resiliencia con la que enfrentamos las crisis, no son bienvenidos esta vez, porque la gente lo que exige es una respuesta coordinada y eficiente.

María nos tomó a todos por sorpresa y no había protocolo para un desastre de semejante magnitud. Pero ahora no hay excusa. A través de las redes sociales y en la calle, entre amigos, pareciera que la palabra resiliencia se ha convertido en sinónimo de “resígnate o resuelve como puedas”. Muchos sienten que esa descripción de admirable resiliencia es un consuelo para que aceptemos la ineptitud. Esa filosofía, cinco años después, está ya malgastada y es ahora inaceptable.