A las puertas de la Navidad, la época más feliz del año, no puedo dejar de pensar en nuestros viejos que están solos en estas fiestas.

Ya es cosa diaria en los medios de comunicación la reseña de casos de un abuelito o abuelita perdido en un monte; otros que mueren arrollados en una carretera. Están los que son timados por delincuentes. Incluso, los que han sido vilmente asesinados, como fue el caso la semana pasada de una pareja en Naguabo, y otro matrimonio recientemente en Isabela. Personas indefensas, porque a su edad ya no pueden defenderse o confían en su capacidad que, realmente, está muy disminuida.

Para colmo, ya conocemos las estadísticas que el Departamento de la Familia hizo públicas y que indican que casi se han triplicado los casos de abandono de envejecientes. Este problema tiene muchas causas y no todos los casos son de abandono malicioso. Es que nuestro país no estaba ni está listo para el envejecimiento de la población.

La realidad es que nos educamos desde niños para adquirir las destrezas básicas para la vida, luego para tener un oficio o profesión. Nos educamos para ser padres, aunque no todo el mundo toma esas precauciones, pero hay quienes nos tomamos la molestia de leer y aprender sobre el proceso de maternidad y la crianza y aun así cometemos errores. Pero ese es tema de otra columna.

El punto es que gran parte de nuestras vidas las dedicamos a educarnos para todas las etapas, pero para la última nadie se prepara: ni el envejeciente, ni sus familiares. La realidad es que para cuidar a nuestros viejos no tomamos clasecitas, ni leemos libros ni escuchamos conferencias y, cuando llega el día, nos toma por sorpresa.

Mi experiencia con mis padres es que, a pesar de su edad, estaban “como coco”; capaces, funcionales, en alerta… parecía que la vejez no llegaría, hasta que un día ya no lo estaban. Comencé a notar el cambio. A veces es bastante radical, a veces lo notas poco a poco, pero ese día llega y en cuestión de pocos meses ya no pueden cuidarse a sí mismos.

He escuchado recientemente decir que los hijos se van para “afuera” y dejan a sus viejos abandonados. Eso puede ser cierto en algunos casos, pero estoy segura de que no en todos. Algunas personas pueden haber salido de la isla buscando una mejor vida y dejan a sus padres en buena salud y, de un día para otro, el panorama cambia. A la distancia esos cambios no son tan notables.

Igualmente, conozco personas mayores que tienen a sus hijos y familiares cerca, que viven aquí en el mismo país y tampoco reciben la visita ni el cuidado… y, peor aún, no reciben el cariño.

El gobierno no está preparado para esto, aunque los demógrafos lo han advertido por años, desde que la tasa de natalidad comenzó a descender. Esta realidad nos golpea como país, tanto al gobierno como a las familias individualmente.

Hace falta educación a todos los niveles para enfrentar las realidades de una población envejeciente y envejecida. Hace falta una política pública que responda a esta realidad y reforzar los recursos del Departamento de la Familia.

Y a los que estén a tiempo todavía, a prepararse para lo que se avecina, porque si ahora no hay manos para cuidar a nuestros viejitos, ¿qué nos espera en el futuro?