Al residencial Las Gladiolas en Hato Rey le decían “los castillos”. Aquellas cuatro torres de vivienda componían una arquitectura particular muy próxima a la zona bancaria. Por 22 años, aquel espacio con nombre de flor en la “Milla de Oro”, fue mi escenario para la vida. Allí nací y me crié.

Los caseríos o residenciales públicos en Puerto Rico tienen un trasfondo que empieza durante la década de 1930. El enfoque social para aquel entonces apuntaba a la erradicación de los arrabales y el esfuerzo para darle paso a la renovación en vivienda. Ya fuese del campo a la ciudad o de la montaña al proyecto, las familias puertorriqueñas tenían o se integraban a una comunidad planificada por el gobierno. El derecho a una “vivienda digna” o propiedad, y que luego en el 1948 la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU estipuló en su artículo 17, se conjugaba con el diseño urbano y los trabajos de construcción “a bajo costo” para las familias con “índice de pobreza”.

Con los años, los residenciales han experimentado una transformación social y económica que arrastra unas desventajas que marcan la opinión pública. De vivienda para los pobres hasta la “Mano Dura” han sido ejecutados para proveer un techo o para aquietar el vandalismo, el crimen y el narcotráfico. Ya en mi crianza en el residencial, las circunstancias y la convivencia estaban sujetas al bajo mundo. Sin embargo, había y predomina otra fuerza que persiste en su afán de cambiar la percepción de entonces y la de ahora.

Mi familia, mi escuela, mis amistades y la música fueron herramientas para enfrentar la verdadera universidad: la calle. La sobrevivencia no estuvo exenta del impacto del punto de droga; los amigos asesinados por el maleanteo; los primos atrapados por la drogadicción y cuyo dolor tenía que sufrir en silencio; de un hogar sostenido por los cupones y en un entorno donde estudiar no era prioridad, porque el punto “es la que hay, papi”. Todo esto eran mis días y mis noches.

Los sacrificios se fueron multiplicando y el juego se hacía cada vez más complicado porque el cuero había que tenerlo duro. Eso sí, nunca caí derrotado por el estigma social de la procedencia. Al contrario, decidí escoger el camino más largo para contribuir a “sacar la cara” por mi gente de los residenciales. Las artes, la poesía, mi abuelo y sus consejos para que leyera, la oratoria, el amor por el idioma y la pronunciación correcta, los estudios, el conocimiento general y mi carrera periodística en radio y tv, hasta llegar a una de las cadenas más poderosas de los Estados Unidos en calidad de presentador de noticias, fueron la resistencia sin renegar.

Los seres humanos siempre deben tener claro de dónde son, porque la idiosincrasia es el carácter propio del colectivo. Además, reconocerse en humildad le permite al individuo tener el panorama claro cuando se quiere alcanzar metas.

La esquina, el barrio, la parcela, el fanguito, el callejón, la calle, el caserío o el residencial, pese a lo que sea, también son un repertorio de talento y clase que forman seres humanos que aspiran a una vida civilizada. El origen no debería limitar las oportunidades individuales. Basta una disciplina renovada y continua de amor al trabajo, la educación y la cultura para darle paso a una convivencia nueva. El ejemplo de dónde vengo, así como el de muchos otros, es la muestra de que para potenciar nuestra sociedad puertorriqueña, los caseríos han sido una inversión que merecen y pueden ofrecer calidad de vida.