Por: Johanna Rosaly, actriz

La doña se llamaba Pura Micaela, pero como en este país los apodos y sobrenombres mandan al olvido a los nombres formales, hacía años que todos la conocían como Ela.

En sus tiempos había sido Pura, o Puruca. Pero eso fue cuando estaba con su anterior marido, Don Santiago. No que él la tratara muy bien que digamos, pero los hijos de Puruca con Don Santiago, aunque pobres, eran limpios y decentes. Claro, algunos resultaron revoltosos —por malas juntillas con las vecinas del barrio, que se habían ido de la casa paterna a vivir por su cuenta— pero Puruca se había ocupado de meterlos en cintura. ¡Ella no iba a dejar que unos muchachos imprudentes la pusieran de malas con Don Santiago!

Total, que Don Santiago se metió en líos por malos tratos a otras cortejas, y tratando de obligarlas a quedarse con él, se endeudó hasta el ñú. Viéndolo tan chava’o, el vecino grande y colora’o que vivía al norte vio la oportunidad de quedársele con lo poco que le quedaba y le hizo un rancho con el cuento de que le había hundido un barquito y él tenía que defenderse.

Y así fue como Pura -Puruca- pasó de ser manceba de Don Santiago a ser la querida de Mr. Federico, que era como se llamaba el vecino grande y colora’o que vivía al norte. Tuvieron muchos hijos —Puruca siempre fue muy fértil y buena madre—, de todos los colores, y Puruca aprendió a vivir al estilo de Mr. Federico. Él la colmaba de “regalos” y la exhibía como si fuera la esposa entre las vecinas, algunas de las cuales la miraban con envidia, otras con recelo y aún otras hasta con desdén o lástima.

Johanna Rosaly. (Archivo)
Johanna Rosaly. (Archivo)

Puruca fingía que no le importaba no ser señora casada con todas las de la ley. En lo profundo, sabía que Mr. Federico nunca se casaría con ella, y ser independiente, valerse por sí misma, aunque sonaba bonito, le daba miedo. Mientras sus hijos pudieran juntarse de igual a igual con los otros hijos de Don Federico, ella disimulaba la vergüenza de ser corteja y no esposa, y peor aún, no atreverse a ser libre.

Cierto que par de veces se le quejó al marido de no poder controlar cómo y dónde hacía la compra, que él le pasara factura por todos sus “regalos” y se le quedara con todo lo que ella producía, no poder tener un negocio propio o juntarse con quien ella quisiera, como hacían las vecinas... pero los nenes estaban bien, entraban y salían de casa de Don Federico como Pedro por su casa, y —vamos a hablar a panti quita’o— se había acostumbrado a vivir así, “arrejuntá”.

Llegó el momento en que Mr. Federico se hizo muy importante, y todo el mundo estaba pendiente de él. Como repartía el bacalao y le decía a los demás cómo bregar con sus concubinas, en el club, con sus amigotes, tuvo que inventárselas para disimular que tenía una corteja. Los convenció de que realmente no era corteja, ya que los hijos que habían tenido juntos llevaban su apellido y tenían papeles, y que, además, ella estaba con él por gusto y no porque él la obligara.

Y así fue como Pura —Puruca— asumió el apodo basado en su otro nombre, Micaela, y pasó a ser Ela.

Don Federico la dejaba hacer; en la casa, claro, y en los asuntos domésticos solamente. Los chavos y las decisiones importantes los controlaba él.

Por algún tiempo las cosas estuvieron en relativo orden, pero algunos de los hijos de Ela empezaron a dar candela. Resultaron ser unos pilletes, embaucando a sus hermanos con el cuento de que como eran hijos de Don Federico tenían que luchar por algún día ser iguales a los hermanastros que vivían en la Casa Grande. Hicieron tantos chanchullos que Mr. Federico les puso una tutora a ver si cogían juicio.

Pero Rosaé, la tutora, que también era hija de Don Federico y Ela, terminó haciéndose de la vista larga y hasta amapuchando los trambos de sus hermanitos. Después de todo, compartía con ellos el anhelo de ser igual que los hijos de la Casa Grande.

Así que Mr. Federico tuvo que mandar a otro de sus hijos —grande, rubio, colora’o y que se llamaba como él— a que, hablando el difícil, metiera en cintura a sus hijos bastardos díscolos y pillos.

Ela no lloró. Por el contrario, se sintió aliviada. Don Federico hacia tempo había perdido interés en ella. La humillaba, la ridiculizaba, la llamaba sucia y desordenada... A sus oídos había llegado que hasta estaba buscando la forma de pasársela a otro amigote, como quien vende una vaca. Ella tampoco se sentía feliz con los desplantes que en la Casa Grande le hacían a cada rato a sus hijos buenos y trabajadores. Ya era hora de que sus hijos honrados salieran del abuso y engaño al que sus hermanos bandidos los tenían sometidos. Ya era hora de vivir con la frente en alto, sin estar pasando sofocones y zozobras cada vez que Federico tocaba a la puerta de uno de ellos.

Quién sabe, tal ver hasta era hora de olvidarse de ser Ela, la corteja perfumada, ser simplemente Pura, Puruca, y pararse en sus propios pies.

Quién sabe.