Desde el momento en que tuve que decidir si seguía intentando un parto natural u optar por una cesárea, entendí que la maternidad sería una experiencia muy personal. Pero no es sobre mi parto que me detengo a escribir en primera persona, es sobre videojuegos. Ajá, de videojuegos.

Por encima de las teorías y evidencias sobre los efectos que puedan tener en los menores de edad -los cuales tendrán mucha verdad- en este proceso nuevo de la pandemia, han sido unos grandes aliados en mi casa.

Me explico. Cuando comenzó el reto de trabajo y educación remota tuve la intención e intenté establecer una rutina, de modo que mi hijo cumpliera con sus clases y tareas al tiempo que yo trabajaba. Así tendríamos un horario y tiempo libre lo más cercano a la normalidad pre-coronavirus.

El intento duró, máximo, una semana y media. No pudo ser. Decidí trabajar en lo mío, que mi hijo cumpliera con sus videoconferencias diarias y en la tarde/noche atenderíamos las tareas. Mientras tanto, él podía jugar en línea, ir a brincar al trampolín, tirarse a la piscina... en fin, distraerse en lo que yo terminaba.

Con un preadolescente de 11 años, el encierro se complica un poco más. Ya no lo puedo distraer con “cualquier cosa”. Está entrando en esa etapa en que todo es aburrido 😐 o demasiado infantil.

Rosalina Marrero y su hijo, Sergio
Rosalina Marrero y su hijo, Sergio (Suministrada)

Pero la bendita tecnología que permite la conexión en línea con sus amigos mientras juega, ha sido un alivio. Él no ha experimentado el vacío de sus amigos porque se hablan a diario, se retan, se ríen de memes o vídeos, se cuentan anécdotas, comparten memorias, chatean. Lo hace con amigos del colegio e incluso con otros que se mudaron a Estados Unidos y coinciden virtualmente. Es una comunicación que se da natural en ellos.

Una mamá que me acompaña en esta experiencia, me dijo algo así, “Mi hijo es como es porque así es él, no por lo que juega”. Exacto. La crianza y personalidad que está formando mi hijo no descansa en este tipo de entretenimiento. Es mucho más.

Una tarde pasó algo, justamente entre los hijos de ambas, que me hizo saber que algo estoy haciendo bien en cuanto a la seguridad e independencia que va adquiriendo mi hijo. Lo escuché por largo rato discutir con dos amigos. Estaba molesto y frustrado. Llegó el punto en que defendía su argumento llorando y no me resistí a ir a consolarlo. Le dije que si no llegaban a un entendido, que se saliera del juego. Aún con las lágrimas corriéndole por la cara, se paró y me dijo, “Déjame resolver esto solo”. Me estremecí, respeté lo que me pedía y me fui.

Fue como ese reality check. No vi un bebé, vi un jovencito que comienza a tomar ciertas decisiones (aunque siempre vigiladas) y tiene la capacidad de enfrentarse a las situaciones o conflictos propios de la edad. Fue un ejercicio bonito, porque luego las mamás nos hablamos, nos consolamos y aprendimos juntas.

Con esto no pretendo justificar ni sobrevalorar los videojuegos. Tampoco busco aprobación, porque como establecí en el inicio, cada quien lleva la maternidad como mejor puede, y no tengo duda de que en esto también hay efectos negativos. Lo expongo porque estoy convencida de que si se mantiene un control sobre estos juegos, pueden servir de herramienta multiusos, sobre todo en la etapa de cambios de la preadolescencia, donde los padres, madres y tutores, tenemos que seguir buscando y encontrando experiencias o elementos de conexión con nuestros hijos e hijas. Por lo menos lo ha sido para nosotros dentro de esta nueva realidad que no aún desconocemos.