El ritual para aliviar la pesada carga
“Un día me vi sentada en la escalera observando aquellas dos niñas a las que debía guiar y me propuse llenar mi casa de buena energía, barrer los miedos, fregar los defectos, desinfectar los pensamientos y procurar para ellas una vida mejor que la mía”.

Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 5 años.
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Cualquier momento es bueno para sacar la cochambre, pero al final del año es mejor porque luego nos queda una sensación de limpieza, un olor a comienzo y unas ganas nuevas. ¿Cómo somos capaces de conservar tanta porquería?
Me gusta limpiar mi hogar al final del año. Es una rutina que comencé cuando nacieron mis hijas. Antes poco me importaba que el baúl de porquerías se desbordara. Pero un día me vi sentada en la escalera observando aquellas dos niñas a las que debía guiar y me propuse llenar mi casa de buena energía, barrer los miedos, fregar los defectos, desinfectar los pensamientos y procurar para ellas una vida mejor que la mía.
Aunque nunca he sido fanática de sahumerios y embelecos relacionados, una tarde me dio por desterrar la mala vibra de mi hogar, si es que la había, y prendí un incienso que apestaba a menjunje de madera, pacholí, Lestoil, amonia y jazmines. Lo llevé por toda la casa mientras iba declarando en voz alta Paz, Amor, Salud y Felicidad. Lo hice tan rápido que se me olvidó incluir Dinero, pero es que tenía que darme prisa porque mi marido es alérgico a los olores punzantes.
Mis hijas iban detrás, una agarrada a mi culete y la otra al culetito de su hermana, caminando como un trencito y repitiendo aquella sarta de palabras mientras yo movía el incienso de un lado a otro, suponiendo que así se hacía. Desconozco si aquello surtió efecto, pero terminamos las tres con tal ataque que la casa se llenó de risas. Y eso fue bueno, muy bueno.

Aquel ritual murió allí mismo. Recordé que mi abuela cargaba a todas partes una estatuita de San Martín de Porres y en la casa tenía una figura de yeso del Sagrado Corazón de Jesús, pero yo opté por soluciones más sencillas como envases de cristal con agua para que la energía del agua se trague cualquier mala vibra que le dé por rondar nuestro hogar. También coloco pastillas de alcanfor en todas las esquinas de la casa, confiada en que ese olor a hoja machacada con alcohol ahuyente cualquier negatividad que se atreva a asomarse por las ventanas. No ha venido nada mal, porque por lo menos todos hemos respirado perfectamente excepto mi marido, para quien no existe remedio y por no respirar bien ronca como un becerro.
La madurez me hizo despertar. Me tiró un balde de agua fría para que aguzara la vista y aunque fuera detrás del cristal de los espejuelos pudiera mirar como debo mirar. Me observé a mi misma y descubrí que de nada vale limpiar la casa si no limpio lo que está en mis adentros. Agarré el mapo, la escoba, el recogedor y una paila de detergente y me dediqué a frotar mi alma, mi espíritu, mi mente y mi corazón. Estregué con fuerza las manchas acumuladas por los temores, por el ego, por la vagancia. Desholliné todas las esquinas para que no quedara ni una motita de rencor. Lustré las ilusiones para que brillaran, enjuagué con un paño grande las tristezas, extirpé las malas mañas, sacudí una fina capa de polvo que amenazaba con opacar los principios y eliminé las pendejadas arrancando de raíz las frustraciones. ¡Quedé limpia y lista! Nueva.
La limpieza interior debe ser obligada. Aunque siempre ando escasa de tiempo, cada fin de año busco y rebusco la cochambre, la basura y la porquería en mi vida y comienzo nuevamente el ritual. Me satisface que la carga sea más livianita cada año… cada vez... cada vez más.