En la médula de la novela, “Frankenstein” de Mary Shelley (1818), no solamente habita un “monstruo”, sino una pregunta dolorosa: ¿qué ocurre cuando alguien crea vida y luego huye?

Víctor Frankenstein creó una criatura usando partes humanas y luego la abandonó. La obra es espejo de miles de personas traídos al mundo, cuyos padres y madres no asumieron la responsabilidad de cuidarlos. Son niños abandonados, jóvenes desorientados y adultos en búsqueda de amor y pertenencia.

El abandono parental no es un pormenor contemporáneo: es una tragedia universal. Algunas personas conciben hijos sin analizar ni comprender que dar vida, o reproducirse es el inicio de un proceso que exige presencia y compromiso. Como Frankenstein, participan del acto creador, pero desaparecen cuando esa vida demanda afecto, guía y atención. Mi intención no es estigmatizar ni generalizar la experiencia de personas que sufrieron el abandono de sus padres, sino recordar que la falta de atención paternal y maternal hacia los hijos tiene consecuencias negativas.

Para ciertas personas, el hijo se convierte en una carga inesperada. El hijo pide y busca, pero no entiende las reglas. No es un ser maligno, pero su creador lo abandona y la sociedad es hostil. ¿Por qué fui traído al mundo para ser ignorado? ¿Qué hice mal para haber sido desatendida? Toma tiempo asimilar este trauma. Cuando no encuentran las respuestas, a veces se convierten en adultos heridos y furiosos con un mundo que los excluyó.

El Víctor de “Frankenstein” paga un precio alto por su evasión. Esa tragedia tiene eco en la actualidad, cuando los padres y madres que huyen de su responsabilidad paternal terminan enfrentando relaciones familiares destruidas, hijos que no perdonan y vidas marcadas por culpa, maltrato y olvido. Sin afecto ni modelo, el “monstruo” podría terminar siendo devastador. No es que nazca con rabia, sino que carece de amor y disciplina para construir una identidad sana. El rechazo sistemático lo transforma.

Puede ser trágico el destino del hijo que se siente abandonado. Sin guía, a veces perpetúan el ciclo y repiten lo que vivieron. Porque nunca aprendieron otra forma de amar y convivir. Así, el monstruo de Frankenstein no solamente es individual, sino social: se hereda, se multiplica y se convierte en parte de nuestra cultura cotidiana. Eso lo vemos en las noticias.

Me pregunto quién es el verdadero monstruo. ¿La criatura que mata? ¿O es el creador que no amó? ¿El hijo que libera su trauma con violencia o los padres que nunca estuvieron presentes? La sociedad suele juzgar más fácilmente a quienes no controlan sus emociones ni su conducta. Somos menos severos con aquellos padres y madres sembradores del abandono y amos del silencio. Creo que renunciar y olvidar a un hijo conscientemente es deplorable.

Frankenstein deja una lección amarga: tener un hijo y dar vida no garantiza tu humanidad. Dar vida no es lo mismo que amar. La responsabilidad de las madres y de los padres no termina, sino que comienza en el nacimiento. Cuidar, sostener y tener presencia son elementos del pacto que se firma, sin palabras, al procrear otro ser humano. El padre o la madre que huye de ese acuerdo causa heridas profundas para su hijo y para toda la sociedad. La historia de la paternidad y de la maternidad sin amor, sin presencia y sin entrega es la más trágica de todas.