Por Luis B. Méndez del Nido / Abogado

Abogado.
Abogado. (Suministrada)

El asesinato de George Floyd a manos de un policía blanco del estado de Minneapolis ha desencadenado semanas de multitudinarias protestas. En los Estados Unidos, son cientos de miles los que se han lanzado a la calle a pedir que se ponga fin al racismo institucionalizado que embarga a dicho país desde su fundación. Es así que, una vez más, el pasado esclavista de los Estados Unidos se perfila como eje central de su discusión pública y, además, como marco para muy complejas relaciones socioeconómicas que, desafortunadamente, todavía reflejan una realidad que antecede a la abolición de la esclavitud, hace más de 150 años.

De las muchas formas que han adoptado estas multitudinarias protestas -marchas, murales y activismo digital- la que más ha parecido irritar y escandalizar a quienes buscan desacreditarlas, ha sido la destrucción de estatuas, efigies y monumentos. Si bien el ímpetu de los manifestantes ha estado mayormente dirigido hacia a aquellos monumentos que homenajean, celebran y condecoran a derrotados generales de la Guerra Civil, la verdad es que ni George Washington, padre fundador de los Estados Unidos y regio estandarte por excelencia, ha logrado salvarse de su voraz escrutinio. La noche del pasado 21 de junio, decenas de manifestantes se hacían sobre él con pintura roja en un parque de la ciudad de Baltimore. El resultado fue un George Washington apenas reconocible.

Divagar sobre la legalidad de la destrucción de estatuas, efigies y monumentos es inútil, y no es el propósito de esta columna. Obviamente es ilegal. Sin embargo, sugerir que es ilegal, sin más, es negarse a estudiar lo que esta forma de protesta significa, y lo que han significado siglos de opresión y racismo institucionalizado para la población negra de los Estados Unidos. ¿Qué quiere decir que manifestantes profanen una estatua de George Washington? Quiere decir que -independientemente de sus virtudes reivindicatorias y de que haya contribuido a diseñar la sociedad donde se formaron los manifestantes- dichos manifestantes no se identifican con los valores que él representa.

Estados Unidos está ante un genuino e irreversible cambio en su sistema de valores, y no existe metáfora más perfecta para este cambio que la profanación de una estatua de George Washington. Donde antes la sociedad estadounidense se identificaba con la virilidad blanca, su desplazamiento del indio y su liberación del inglés, ahora responde a una realidad multirracial, que requiere compasión y apertura y la disposición a enfrentarse a lo más atroz de su historia y de su pasado.

La destrucción de estatuas, efigies y monumentos -trátese de los derrotados generales de la Confederación, o de los padres fundadores de los Estados Unidos- no responde a un arrebato pasional y pasajero. Tampoco responde a desatado vandalismo. Es, más bien, la manifestación más directa y literal de un muy importante cambio que se da en el seno de la sociedad estadounidense.

En su desarrollo, a toda nación le llega su ajuste de cuentas. El momento de enfrentar su pasado. A los Estados Unidos, en plena presidencia reaccionaria de Donald Trump, y en plena pandemia global del Covid-19, le ha llegado su momento. Puede elegir achacarle la destrucción de estatuas, efigies y monumentos al vandalismo. Ofuscarse con que es ilegal. O puede estudiar lo que estas manifestaciones multitudinarias, en su totalidad, con sus momentos más pacíficos y sus momentos más violentos incluidos, significan. Lo que conllevan para lo que es ser americano. Del acercamiento que se tome a las mismas, depende el futuro del país.