El debate público sobre los videojuegos suele oscilar entre dos extremos: quienes los ven como mero entretenimiento y quienes los consideran productos inherentemente adictivos. Desde la neurociencia, sabemos que ambas posturas son incompletas. Jugar, incluidos los videojuegos, es una conducta fundamental para desarrollar la empatía, la exploración y la regulación del estrés. Comprender el impacto de esta actividad exige estudiar el cerebro, su plasticidad y la historia evolutiva del juego en nuestra especie.

Desde edades tempranas, jugar fortalece conexiones neuronales y moldea la conducta. Por eso, afirmar que los videojuegos son “dañinos por definición” es tan impreciso como sostener que son “beneficiosos sin excepción”. La industria del gaming ha transformado nuestros ritmos de vida y los espacios sociales, pero sus efectos no pueden evaluarse sin evidencia científica.

La neurociencia nos permite observar cómo el cerebro cambia mientras aprendemos o jugamos. Esa capacidad de reorganización, llamada neuroplasticidad, se activa intensamente durante la experiencia de juego, que exige atención, memoria, toma de decisiones y coordinación sensoriomotora. Los controles responden a la precisión natural de nuestros dedos; la corteza prefrontal dirige las funciones ejecutivas; la dopamina facilita el aprendizaje y la motivación. Aunque la experiencia es virtual, el cuerpo responde como si fuera real. Aumenta el ritmo cardíaco, cambia la respiración y se intensifican las emociones.

No obstante, existen ciertos riesgos. El trastorno de juego por internet, aunque minoritario, es un fenómeno real y suele combinarse con aislamiento social, poco sueño y mala gestión del tiempo. Los adolescentes son particularmente vulnerables cuando el uso excesivo interfiere con su vida académica o laboral. Conocer estos riesgos, sin caer en alarmismos, es clave para orientar políticas públicas y prácticas saludables.

En el Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, desarrollamos un proyecto para medir la actividad del cerebro y algunas respuestas fisiológicas de los jugadores de videojuegos. En el Laboratorio de Investigación en Tecnologías Emergentes se realizan varios estudios que intentan describir los factores psicológicos y neurales involucrados en este trastorno de juego por internet en la población puertorriqueña. El equipo de investigadores y asistentes ha presentado los resultados preliminares en varios foros científicos.

Los videojuegos no son ni una amenaza ni un remedio, sino un espejo de nuestra realidad sensorial, emocional y cognitiva. Estas investigaciones del laboratorio, dirigidas por el Dr. Yamil Ortiz Ortiz y otros colegas del Recinto, son relevantes para el campo de la salud y la educación. La investigación científica es clave para alejarnos de juicios simplistas y adoptar una perspectiva crítica, informada y equilibrada respecto al uso de los videojuegos.

La evidencia neurobiológica es clara: los videojuegos pueden fortalecer circuitos vinculados a la atención, la memoria y la toma de decisiones. La práctica sostenida mejora la velocidad de procesamiento y la recuperación de información, acompañada de cambios en la materia gris y blanca que sugieren mejor conectividad cerebral. Esta plasticidad ha impulsado el desarrollo de videojuegos terapéuticos para trastornos del aprendizaje, programas de neurorrehabilitación con realidad virtual y sistemas de bioneurofeedback que permiten monitorear funciones fisiológicas durante el juego. La inteligencia artificial, además, abre la puerta a entornos más adaptativos y personalizados a la vida mental de cada jugador.

Desde la neurociencia, no se trata de jugar más o menos, sino de jugar mejor: con comprensión del impacto que estas experiencias tienen sobre nuestro sistema nervioso. Los videojuegos, como cualquier tecnología poderosa, requieren equilibrio, información y sentido crítico. En esa frontera entre juego, salud y educación queda mucho por investigar y, sobre todo, por dialogar con la debida responsabilidad pública.

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