Me resulta incómodo que llamen resilientes a las clases graduandas. Es una de esas palabras que se repiten tanto y tanto hasta que se desgastan. El estudiantado se ha tenido que adaptar por obligación. Le nombran resilientes porque perdieron su escuela con el terremoto; porque estudiaron en medio de la pandemia que les alejó de sus salones, de sus profesores y de sus compañeros; porque fueron universitarios con dos o tres trabajos por el aumento del costo en el crédito a la institución. La resiliencia implica vivir alguna pérdida; y yo, me rehúso a adaptarme a la pérdida de nuestros espacios en un Puerto Rico que sufre día a día las amenazas del desplazamiento.

La clase graduanda de mi generación universitaria nació y creció con nuevos ritmos en la radio llamados reguetón, con la victoria de la primera mujer electa gobernadora de Puerto Rico, y con las manifestaciones en contra de la Marina de Guerra de Estados Unidos en Vieques. Todos reclamaban su lugar. Nos convertimos en adolescentes en la segunda década del siglo 21, con las redes sociales permitiendo nuevas discusiones, con la llegada de la Junta de Control Fiscal y con las protestas del Verano del 19. Nos tocó caminar sin zapatos en medio de la construcción de un Puerto Rico sin puertorriqueños.

Vivimos en suelos repletos de escombros. Nos enfrentamos a un liderazgo que pone en peligro a la Universidad de Puerto Rico, que privatiza nuestros servicios, que imposibilita encontrar vivienda accesible y que impulsa la precariedad laboral. Y así, en un discurso, como el gobernador Pedro Pierluisi en la graduación del Recinto de Ciencias Médicas, vendrán a glorificar lo resiliente que eres ante los obstáculos que ellos mismos imponen.

Ahora, en tiempos de graduaciones, cambio la resiliencia por la resistencia que se manifiesta en cada cuestionamiento, en cada queja, y en cada defensa por la educación. Apuesto a que esta generación de graduandos tiene el coraje y la rabia para ocupar con el cuerpo los espacios que merecemos. Sin embargo, descansar, dejarla caer y hasta dudar si quedarte es también rebelde en este paraíso que no tiene pausas.

Somos una clase graduanda que sabe que caminar con los pies descalzos en la calle es sentir los clavos que atraviesan la piel sin permiso. Pero aprendemos que al desgarre y a la ruptura siempre le nacen otros tejidos que crecen más resistentes y conscientes. Esa conciencia nos dirige, porque el miedo a los escombros va desapareciendo cuando sabemos dónde pisar. Esa es mi esperanza, ahí vamos.