Tengo una nietecita -la más chiquita de la familia- que está pasando por la etapa llamada “los terribles dos/the terrible twos”.

A sus dos años y medio su palabra favorita es “¡NO!”, dicha con énfasis y bracitos cruzados sobre el pecho, con carita muy seria y a veces hasta una patadita en el piso. Es una niña dulce y cariñosa, pero su primera reacción a casi todo -incluso a cosas y actividades que sabemos que disfruta- es responder con un tajante “¡No!”.

Así mismo percibo a los llamados “anti-vaxxers”, aquellos que rechazan la salvadora vacuna contra la covid, llegando al extremo en muchos casos hasta de achacar conspiraciones retorcidas y enrevesadas a las personas, agencias y gobiernos que la proponen, recomiendan y a veces ordenan, desde el Dr. Anthony Fauci hasta el papa Paco.

Es el “¡No!” como recurso para provocar una discusión, ganarla, y quedar como el más listo.

Es el “¡No!” para dar paso a la súplica, y lucir como el más poderoso.

Es el “¡No!” para estimular el trueque por un premio, y darse el gusto de rechazarlo.

Es el “¡No!” para llamar la atención, y ser protagonista de un momento dramático.

A los “anti-vaxxers” que han estado rechazando la vacuna contra la covid basándose en falsedades publicadas en las redes cibernéticas, consejos de pastores o ministros, o su íntima confianza en su inquebrantable salud personal, no ha habido forma de convencerlos con razones de base científica. Sus convicciones religiosas tampoco han dado espacio al amor hacia el prójimo. Ni ha primado la conciencia social, ya que su fe en la salud propia no contempla la fragilidad de los demás.

En algunos casos, su “¡No!” es tan feroz que hasta pagan por una dispensa religiosa/médica con tal de no aceptar una vacuna que es gratuita. Alguno incluso ha llegado a pagar buen dinero por una tarjeta de vacunación falsa para con ella accesar servicios, trabajos o comercios que las exigen. Otros han llegado al extremo de renunciar a sus empleos para no vacunarse. No pocos han participado en ruidosas protestas públicas contra la vacuna, demonizando y ridiculizando a los oficiales de las agencias de salud que la recomiendan enfáticamente.

En el caso de mi nietecita la familia ha aprendido a escoger las batallas: cuando su “¡No!” es relativo a algo trivial la ignoramos, y en poco tiempo -adorable que es- se le pasa el momento de intransigencia. Cuando se trata de algo importante, la firmeza con dulzura es la consigna. Así esa personita de dos años y medio va aprendiendo que en la vida hay cosas que se negocian y otras que simplemente, no. Por su bien y el de la familia.

A los “anti-vaxxers” habría que hacerles igual. Tratarlos como a niños de dos años, ignorando sus pataletas, pero manejando con firmeza la concesión del privilegio de formar parte de la sociedad. Para ignorarlos, nada de entrevistas en prensa escrita, TV y radio para que expongan sus descabelladas teorías.

Para manejar el privilegio de formar parte de la sociedad, si no pueden, saben o quieren cuidar de sí mismos, no hacerles fácil que perjudiquen a los demás. Recordemos que en estos momentos, “los demás” son los niños menores de 12 años para quienes la vacuna aun no está disponible y los inmunocomprometidos, ancianos y trabajadores de la salud cuyas vacunas ya no son tan efectivas. Los que NO QUIERAN vacunarse, no pueden estar cerca de estas personas vulnerables. Punto.

Ese “¡No!” como ejercicio de poder y reafirmación personal se comprende en un niño de dos años y se maneja con dulce disciplina.

En adultos irrazonables y egoístas, ese “¡No!” es totalmente imperdonable y hay que manejarlo con firmeza.