Por Johanna Rosaly / actriz

En días pasados tuiteé:

"Me molesta MUCHO que se refieran a la candidata del MVC como “la Lúgaro.”

Nadie dice “el Pierluisi, el Delgado, el Dalmau.”

El “la” ante su apellido la menosprecia y cosifica. Como mujer, madre de mujer, suegra de mujer y abuela de niñas, lo protesto. Respetemos a la mujer."

Cerca de 100,000 personas vieron mi tuit.

Ha sido re-tuiteado cientos de veces, provocando otros cientos de comentarios.

Leyendo los comentarios, dos cosas quedan claras:

1-Lúgaro deja indiferente a muy pocos.

2-Muchos no comprendieron el aspecto lingüístico-feminista de mi queja, que elaboro a continuación.

En el fervor por la política, el ponerle motes a los ejecutivos —o aspirantes a— gubernamentales es y ha sido uso y costumbre desde tiempos inmemoriales. Existen grafitis de los tiempos del imperio Romano en los que ciudadanos disconformes ridiculizaban a sus gobernantes.

Muchas de las rimas de Mamá Gansa que por generaciones han servido para entretener a los niños tuvieron inicio como sátira política (Humpty Dumpty, Jack and Jill, et al).

El humor es el desahogo de Juan del Pueblo ante lo que percibe como desaciertos de sus gobernantes.

En nuestro patio no hemos sido la excepción. En el pasado eran dichos con disimulo, pero la tendencia hacia la informalidad y el “ser calle” nos han soltado la lengua. En tiempos recientes El Caballo, Agapito, La Comandante, Ricky Queselló y otras ocurrencias han servido para alivianar el peso de una contienda extremadamente polarizada en un país donde TODO tiene que ver con política, donde el mayor patrono es el gobierno, y por lo tanto el que un candidato y su partido triunfen o fracasen significa estabilidad y progreso laboral (o lo contrario) para un inmenso sector de la población.

Pero aparte de los motes —que se les endilgan tanto a varones como a féminas— está el uso del artículo frente al nombre de la figura pública. Y esto lo vemos únicamente con las mujeres. Nunca se ve el equivalente con los ejecutivos varones. No escuchamos de “el Obama” o “el Macron”, pero sí “la Thatcher” o “la Bachelet.”

Si una mujer es famosa, muchos que rechazan sus ejecutorias añaden el “la” para hacerla objeto, cosa, y de alguna forma “ponerla en su sitio”, “bajándola de su pedestal”. Consciente o inconscientemente, se sienten incómodos con que una mujer se destaque, y al tener que mencionarla, usar su nombre o apellido, como harían con cualquier varón, no brega, como dicen por ahí. Hay que dejar claro el desprecio o la desaprobación. Y eso se logra añadiendo el “la.”

Existe una excepción. En el caso de mujeres artistas del espectáculo —de toda gama: desde el ballet y la ópera hasta la salsa y la bachata— el uso del “la” NO se percibe peyorativo, por ellas mismas y sus carreras profesionales ser productos de consumo cultural. En esos casos el “la” las distingue de muchas otras que no hayan alcanzado su prominencia. Por eso no es ofensa cuando decimos “la Callas”, “la Fontayne”, “la Streisand” o “la Tañón.”

Pero en otros quehaceres profesionales, incluyendo la política, NO es así.

Por eso denuncio que se llame “la” a Lúgaro, a Yulín, a Charbonier, a Merkel, a Clinton... sean de la orientación política que sean, porque sus ejecutorias NO son productos de consumo, ellas no son figuras rentables por sí mismas. Simplemente ejercen labores —mal o bien—o aspiran a ejercerlos.

Algo sorprendente, a juzgar por los comentarios a mi tuit, es que son muchas las mujeres que hacen uso del despreciativo “la”. Tal parece que el fragor político se lleva por delante la solidaridad femenina.

Es por eso que a los y las que defienden y/o justifican esa costumbre les invito a que pongan el artículo frente al nombre de su madre, su hermana, su hija... y escuchen cómo les suena.