El pasado lunes, 3 de diciembre, desperté como de costumbre, a las 5:15 am. Había sido otra larga noche de desvelo y sobresaltos en la cama.

En los pasados meses se me ha hecho muy difícil conciliar y mantener el sueño. Despierto varias veces sin motivo alguno y de inmediato llegan a mi mente un gran número de pensamientos.

Ya de madrugada, cuando se manifiesta el cansancio, el sueño profundo dura poco pues hay que levantarse. 

Preparé el café y llevé al chico al colegio. Mientras manejo, lo observo disfrutando un último sueñito. Lo veo tan grande y me doy cuenta de que el tiempo ha pasado velozmente.

De vuelta, el cansancio y el mal humor comienza a afectarme. Es entonces que me doy cuenta de que se cumplió un año del primer síntoma de quebrantamiento de mi salud.

Fue un domingo, 3 de diciembre. La noche anterior habíamos trabajado en la cartelera de boxeo de Miguel Cotto vs. Sadam Alí en el Madison Square Garden en Nueva York.

Fue en el hogar de unos familiares que, mientras conversábamos, el mundo comenzó a girar de forma abrupta. Parecía que todo se unía, techo, piso y paredes. Se lo adjudiqué a algo que comí la noche de la pelea.

Regresamos esa misma noche a Puerto Rico, aun desconcertado por lo ocurrido. Tuve dos nuevos episodios de vértigo, uno por semana. Entonces mi salud colapsó.

El resto ya es de todos conocidos. En un abrir y cerrar de ojos mi vida giró en descontrol, desorientación e incertidumbre.

Un año después, vivo entre altas y bajas. Con muchas interrogantes, pero con respuestas a la vez. Todavía no he alcanzado la estabilidad y los retos de día a día golpean mi mente, el alma y el corazón. 

La experiencia me hizo recordar la fragilidad de la vida. Que hoy estamos aquí, pero no sabemos mañana. Que en un pestañear todo lo que parece estable y rutinario puede convertirse en un huracán categoría cinco.

Día a día busco abrir nuevos caminos, pero confieso que aún intento encontrar la senda. Si no fuera por mi familia, estaría en medio de los vientos más fuertes. Ellos han soportado mis cambios de humor, mis tristezas, mis llantos y mi dolor. Pero también han celebrado mi progreso, las victorias y propiciado y compartido mis alegrías.

He visto como personas que no me conocen han hecho suyo mi proceso de recuperación. Me escriben, me hablan personalmente y oran por mí en cualquier momento y lugar. No tienen idea lo bien que me hacen sentir y cuanto me motivan. Viviré eternamente agradecido de la gente de mi País. 

A mi vida ha llegado la ayuda y el apoyo de quien menos imaginaba. A ellos les agradezco con el alma. También he visto la ausencia de otros que estuvieron cerca cuando soplaban mejores vientos.

Aprendí que la vida es corta y el tiempo pasa. No desperdicien la oportunidad de decir te amo, de abrazar, de tocar y amar a su pareja. De apretar a sus hijos e hijas. De cuidar y tongonear a sus viejos. 

Disfruten lo hermoso de la vida, la naturaleza y la creación. Canten, bailen, rían y lloren. Disfruten la vida en lo dulce y en lo amargo.

Aprendamos a perdonar, porque hacerlo engrandece y fortalece el espíritu. 

Mi experiencia ha sido un gran reto, pero no se compara con la de aquellos que día a día viven limitaciones de salud, desventaja social y económica. Hagamos un alto y antes de quejarnos pensemos en qué podemos hacer por ellos. 

Hoy, cuando mi cuerpo me recuerda que todavía hay que trabajar para recuperarse y que aún mi mundo se tambalea como aquel 3 de diciembre, doy gracias a la vida por la lección recibida.

La vida es una corta y frágil. Aprendamos a vivirla.