Septiembre es un mes que ha marcado mi vida. Y de inmediato muchos pensarán que escribiré acerca de los recientes huracanes. Bueno, tan solo haré una mención. Es que estos días son de alegría, emociones y hermosos recuerdos. 

El 8 de septiembre de 1933, nació en mi pueblo de Las Piedras mi mamá, Jacinta Dávila Santiago. Todos la conocían como Lily por una de esas historias de familia que no vienen al caso describir.

Según tengo entendido, mami tan solo pudo estudiar hasta escuela intermedia. Como solía ocurrir en aquella época, una vez aprendió a leer y escribir la sacaron de la escuela para ayudar en las cosas del hogar y generar ingresos. Tenía unos 13 años. 

El coser, lavar y cargar agua de los ríos le provocó daños en su espalda y sus manos, y al quedar tronchados sus sueños se perjudicó su autoestima. Es que mami era pequeña y físicamente frágil. También muy inteligente y de carácter. 

En muchas ocasiones nos decía que a este mundo no se debían traer niños porque vendrían a sufrir. Padecía de bipolaridad y la condición se agravó con la muerte de mi papá. Para aquel entonces tenía 41, sufría altas y bajas emocionales y eventualmente se incapacitó. Aun así, terminó el cuarto año cuando ya había sobrepasado la edad de los 60 años. 

También aprendió manualidades, pero nunca supo sacarle provecho. Luego apareció el Alzheimer, y aunque luce contradictorio la enfermedad me acercó mucho más hacia ella. 

Doña Lily era un tesoro de mujer, humilde y sencilla, pero la vida no le había enseñado a decir “te amo”, no acariciaba, disimulaba las emociones, discutíamos mucho y en ocasiones ofendía. No le gustaba mi trabajo, pero todos me decían que se mostraba muy orgullosa de mí y de mi hermano, el cerebro de la casa.

Ya en la enfermedad no dejaba de decirme que me quería, me esperaba siempre, sonreía y abrazaba. Ya el miedo a vivir el día a día no le rompía el alma ni desvelaba sus sueños. Ella se fue de este mundo hace cuatro años y se despidió de mí echándome la bendición.

El 3 de septiembre de 1989, nació mi hija Ángela Cristina. Llegó al mundo con algunas semanas de anticipación. Era pequeña, pero muy fuerte, de pelito rizado y ojitos buscones. 

Llegó en un momento muy difícil de mi vida y se convirtió en motivo de fiesta, alegría, lucha, llanto y razón para vivir. 

Dos semanas después de su nacimiento, el huracán Hugo azotó la región orienta de Puerto Rico, y Ángela sacó de nuestro pecho el espíritu de lucha. Era una niña inteligente, sensible, activa, musical y excelente bailarina. Culminado su cuarto año de escuela superior, tomó rumbo a la Florida para iniciar estudios universitarios.

Hoy es toda una mujer profesional, madura, trabajadora, sensible y una boricua de clavo pasa’o. Estuvo muy activa en las redes procurando ayuda para Puerto Rico tras el paso del huracán María. Fueron varias las conversaciones de llanto al decir que se sentía impotente al no poder hacer más. 

Como nos ocurre a todos los padres, para mí sigue siendo la nena, aquella pequeña a quien le prometí una estrella que nos mantendría siempre unidos “con el alma y el corazón.” 

Mi chica reside fuera de la Isla y aunque no hemos podido compartir como padre e hija se merecen, nuestros espíritus están abrazados sin importar qué. 

Mi madre y mi hija son mis dos unicornios azules de cuernos de añil. Un día se me desaparecieron y se tuvieron que ir. Una me la llevó el Alzheimer y la otra la vida misma, pero ambas tienen raíces sólidas en mi alma y hoy celebro sus cumpleaños. 

Felicidades “unicornios”. Las amo y las amaré hasta mi último aliento.