La partida de un buen hombre, Héctor Ferrer Ríos, me hizo mirar atrás y rememorar un momento triste en mi vida y la de mi familia.

En una ocasión comenté en esta columna que siempre fui el rabo de mi padre. Mi admiración por él me hacía estar apegado para aprender y buscar su protección.

Aunque sabía que mi carácter una tanto “alocado” y libre le causaba molestias, siempre busqué su aceptación y aprobación. 

Con él aprendí a ser responsable, persistente, luchador, trabajador y autosuficiente. También algunas cosas que marcaron mi temperamento que no eran tan positivas.

Un domingo 16 de febrero, lavábamos el carro. De pronto notamos que varios de nuestros primos se habían internado en la maleza de un solar frente a mi casa y mi padre, que siempre conservaba algo de niño en su espíritu, comenzó a lanzarle piedritas para asustarlos.

De pronto se puso la mano en el pecho y con ojos vidriosos me dijo casi sin poder hablar: “busca a tu tío para que me lleve al hospital”. 

Fue la carrera más rápida de mi vida. Regresé veloz a casa y vi que mi padre intentaba vestirse y no podía. Lo ayudé, él se tomó unos segundos para mirarme mostrando agradecimiento y gran preocupación, si faltaba qué sería de nosotros.

En ese momento supe que mi padre se estaba despidiendo. Ese día se nos fue, tan sorpresivo y duro para todos. La familia apenas se recuperaba de dos grandes pérdidas y el dolor estaba en carne viva. 

Mi papá luchó contra el cigarrillo y venció. Luchó contra la obesidad y venció. Vivió con limitaciones económicas y llegó a ser el mejor maestro. Fue al Ejército y forjó un carácter fuerte que en ocasiones lo traicionaba, pero su amor por la familia era aún más fuerte. 

La partida repentina y a destiempo de un ser querido nos lacera el alma. Pasamos de la incredulidad al llanto y el dolor. De la realidad a la negación. De la aceptación a la rabia. De la tristeza a la incertidumbre. De la vida a la muerte del espíritu. Nos deja en una encrucijada: o nos perpetuamos en el dolor o celebramos la vida y lo aprendido. 

Mi padre murió a los 42 años, justo en el momento de mayor productividad, pero el trabajo le consumió el corazón. Mientras, yo intentaba demostrarle que tenía el talento para alcanzar sueños distintos y que nunca lo haría quedar mal. Pero ese intento quedó inconcluso. 

Tardé en convertir ese vacío en un motivo de alegría y lucha, pero lo logré. Tardé en confiar en mí mismo y también lo logré. Tardé en curar heridas, pero la mayoría han sanado. No insistí más en los por qué y dejé a un lado el temor de que me ocurriera lo mismo. Perdoné y me perdoné. 

A quienes viven en estos momentos la experiencia les digo que sanarán. Que nadie nos quita lo vivido junto a ese ser querido. Que se aferren fuerte a lo bueno y aprendan de los errores. Qué confíen en que todo va a pasar y estaremos mejor.

Que lloren, pataleen y suelten el dolor. Las lágrimas limpian el dolor y sanan. La respuesta a todo llega a veces muy pronto y otras más tarde, pero llega.

Y no teman. Si ese ser amado sembró buena semilla el fruto será uno digno y de honor. 

Habrá momentos de desconcierto, tristeza, desorientación y en nuestro pensamiento volveremos a decir...padre, madre, si estuvieran aquí. Será entonces cuando buscaremos el fruto del amor de nuestros padres y tomaremos rumbo seguro. 

A ti viejo gracias. Aún te extraño, pero me hiciste fuerte y valiente para seguir adelante.