Varios niños y niñas juegan en la calle en un sector marginado de la zona metropolitana.

De pronto surge un tiroteo a plena luz del día y aunque sus padres les gritan desesperados para que entren a sus casas, sorpresivamente los niños parecen no inmutarse ante el evidente peligro.

A unas cuantas millas de distancia otros menores vigilan desde el tope de varios edificios de un residencial público el movimiento de la policía. Ellos son quienes dan aviso a traficantes que les pagan muy bien por su labor. Así, estos chicos pueden adquirir los tenis y la ropa más costosa mientras unos padres indiferentes no se preocupan por la hora de llegada o si fueron a la escuela.

Una menor camina por la calle y varios jóvenes y adultos la miran con lascivia. Ella, asustada, no ve mucho futuro en su vida y sueña con salir lo más pronto posible y sin importar cómo, de ese ambiente que la rodea.

En una urbanización de lujo una familia vive de forma disfuncional. Sus padres están ausentes debido al compromiso de trabajo que les permite mantener un alto nivel económico. Sus hijos han comenzado a consumir drogas, a comportarse de forma retante e indisciplinada y los padres se hacen de la vista larga.

Un joven vive la tragedia de ser abusado por alguien de su propia familia. Una mujer sufre el terror de la violencia de género y recibe muy poca ayuda para encontrar la salida. Muy pronto la encerrona le costaría la vida.

En todos los sectores de la sociedad muchos y muchas jóvenes intentan comprender su orientación sexual y son rechazados e incomprendidos por sus padres, burlados y abusados en la escuela y el colegio. Los llaman el “patito, la loquita, la bucha o la nene”.

De nada vale sus sentimientos, su inteligencia, sus capacidades y su calidad humana. En todo momento son marginados, perseguidos y burlados.

Unos ancianos viven en soledad con sus recuerdos, abandonados, enfermos, olvidados y explotados y en condiciones infrahumanas.

Un día una bala perdida mató al niño que jugaba en la calle. Un pedófilo abusó de la niña del barrio, un sicario asesinó al menor del residencial, un niño o niña de sociedad fue arrestado o arrestada por tráfico o posesión de drogas o murió de sobredosis.

De pronto el chico o la chica que luchaba contra la homofobia y todas las otras fobias de una sociedad ignorante, cae en las garras de la droga, la prostitución y el rechazo.

Todos lo sabían, pero nadie habló. Todos conocían, pero nunca los defendieron y mucho menos los escucharon. Poco hicieron los profesionales de la conducta, los “hacedores de leyes”, los hombres y mujeres de fe, la sociedad y sus componentes, los medios de comunicación.

Ahora todos somos Sutana, Mengana, Don Perencejo, Doña Perenceja. Ahora todos somos “Alexa”, tenemos indignación y queremos justicia. Antes teníamos miedo de hablar, acusamos, juzgamos y señalamos. Hoy reclamamos que nadie hizo algo.

Sí, somos cómplices y responsables. La marginación, el silencio cobarde, la desigualdad, la injusticia, la irresponsabilidad, la falta de compromiso y la enfermedad mental que vivimos es responsabilidad de todos.

Aprendimos a hacernos de la vista larga pensando que no nos va a tocar hasta que nos toca. Entonces hacemos el reclamo de ¡justicia! porque nos rompieron la burbuja.

No es tanto la calle si no la sociedad que nuestros individualismos y prejuicios día a día mata o deja morir a alguien.

Todos tenemos algo de culpa. Yo también siento que les he fallado.