Escucho el chasquido de las fichas de dominó mientras el sol se esconde en el horizonte. Las cervezas están colocadas sobre la mesa raquítica. Trato de posicionarme para tomar la fotografía de los cuatro hombres que están inmersos en el partido. Intento capturar un pasatiempo caribeño mientras la presentadora de televisión habla desde la pantalla del televisor.

Por años, me ha tocado visitar los pueblos de la Isla para cubrir escenas criminales, entrevistar a políticos y hablar con ciudadanos sobre sus problemas cotidianos.  Pero esta vez decidí tomar un respiro, de la misma manera que alguien se podría sentar en un balcón para contemplar el horizonte, para intentar capturar una historia común y corriente, pero que contiene un ingrediente potente.

Como muchos otros pueblos en Puerto Rico, que parecen congelados en el tiempo, mi óptica del casco del pueblo de Cataño no ha variado mucho durante los pasados años. A lo lejos se puede ver El Morro. Desde la carretera se puede observar el interior de los negocios por las brillosas bombillas sobre los pastelillos.  Pero una vez camino por la plaza, escucho las risas y las bromas, escucho ciudadanos que se están divirtiendo con las cosas más simples, una Budweiser, el avistamiento de una amistad, la brisa playera que sumerge a todos en una capa de salitre.

Allí, jugando a las cartas, conozco a Eugenio Rivera Olivera, de 68 años de edad, un ex supervisor de la división de mantenimiento de Goya. “¿Qué ama de Cataño?”, le pregunto. “La gente”. Entra en más detalles, pero al final su conversación se reduce a lo mismo. El pueblo no sería lo mismo sin sus ciudadanos, sin su calor y alegría, aun cuando el progreso en el municipio no se traduce a obras que podrían desafiar el tiempo.

Conozco a otros señores retirados, como Rafael Chévere Báez, de 73, Furgencio Sigfredo Rivera, de 75, y Pablo Rivera, de 83, que tampoco han visto cambios dramáticos en Cataño, pero que frecuentan el casco del pueblo por algún sentido de afinidad. Secunda sus expresiones Felipe González Rojo mientras muestra los billetes de la Lotería Tradicional. Desde un radio portátil se transmite una canción romántica y me siento transportado a otra época. Quizás los 70 o 80. No sé, pero no puedo creer que es el 2013.

Ahora escucho el ruido de las fichas, lo escucho más fuerte, y  proviene del establecimiento Los Canos. Pedro González Martínez, de 70 años, es el codueño del negocio. Me permite tomar fotos y vídeo de la partida. Las carcajadas se mezclan con el olor de cerveza y de los pastelillos. Y vuelvo hacer la misma pregunta para recibir la misma contestación. “La gente”.

En otro recoveco me paro para observar el océano y encuentro piedras que han sido pitadas con dibujos de peces y tiburones. Parecen dibujos de crayola, pero las imágenes aguantan el embate de las olas. Allí encuentro a Luz Ocasio, de 43. Con sus utensilios caseros abre caparazones y separa las piernas de las cocolías. Luego de conversar un rato, me invita a volver a Cataño. Siento la sal en las comisuras de mis labios y mi rostro. El caribe asume una presencia omnipresente.

Y sé que hay algo muy especial de la gente de Cataño.