Queda un poco escondido, pero muchos en la zona metropolitana lo conocen como el barrio de los junkers.

Las montañas de chatarra desafían las leyes de gravedad. Los perros realengos deambulan por los alrededores. El graffiti, en algunas de las paredes, envían mensajes en clave.

Pero en el barrio San Antón, de Carolina, el valor histórico de la comunidad trasciende sus linderos y el sentido de comunidad se mantiene a pesar del deterioro social y la alta criminalidad que se vive en muchos otros sectores del país.

La vida del barrio transcurre frente la mirada de muchos ciudadanos que acuden a los junkers ubicados en su calle principal. Temprano en la mañana inician los trabajos en los establecimientos. Se puede comprar piezas de auto, desde tapabocinas hasta bumpers. Se puede regatear, aunque no hay ninguna garantía que se pueda completar la transacción.

Las montañas de piezas descartadas en ocasiones interfieren con la mirada panorámica de una comunidad que día y noche acude a sus cuchifritos, barras y restaurantes. Muchos van por la tarde para comprar un almuerzo de obrero. Es el sustento que necesitan para cumplir con su dura jornada.

Otros terminarán en los establecimientos para tomarse una cervecita, jugar un partido de billar o compartir un rato con un vecino o un amigo de infancia. Con mucho orgullo hablan de su barrio. Es la comunidad que vio a nacer al legendario pelotero Roberto Clemente.

“Éste es un sitio tranquilo. En otros lugares hay mucha delincuencia y está muy caliente, pero lo que a nosotros nos gusta es la tranquilidad de nuestra comunidad”, indicó la ama de casa Alma Flores, de 48 años de edad, quien vendía pinchos en la carretera.

En un establecimiento, ubicado a varios pies de distancia de la carretera, se pueden escuchar el jolgorio. Las risas segmentan la música tropical, como si intentara brindarle un sentido de contexto y cohesión a las trompetas, los instrumentos de percusión y la voz del cantante. Se puede oler la sabrosa comida criolla.

Rancho Teke puede asemejarse a muchas otras cafeterías en la Isla donde los clientes son recibidos por empleados serviciales, platos con el sabor de casa y cervezas que enfrían el cuerpo ante calor sofocante.

Pero para muchos de los que trabajan en San Antón se trata de un lugar familiar, que puede sorprender, irónicamente, dentro de su cotidianidad. Como nómadas que intentan buscar un lugar de reposo, la barra se comienza a llenar de obreros de construcción.

“Aquí siempre hay trabajo”, dijo José Rivera Almanza, el dueño del negocio mientras se deja retratar.

Horas más tarde, en las inmediaciones de otro establecimiento, el Bar Rico, comparten otros profesionales que un sábado por la tarde retornan a su barrio para tomarse un trago y compartir con sus amistades.

“Somos bien unidos y aquí cooperamos unos con los otros. Si alguien necesita algo para una actividad se ayuda y así por el estilo. Yo nací y me crié aquí”, indicó el verdulero José Rivera. “Nosotros llevamos el nombre de San Antón bien alto por Roberto Clemente. Nos sentimos orgullosos de este barrio”, añadió.