Miro los libros y sé que estoy en algún lugar conocido, sumamente familiar, aún cuando no encuentro el ejemplar de un autor, aún cuando podría estar perdido y, a la vez, extrañamente anclado entre los estantes de una librería.

Cargo con mi smartphone y en la pantalla del móvil tengo la aplicación de Kindle, entre otras páginas de periódicos y revistas que me permiten descargar un escrito de manera instantánea.  

Muchas veces he mirado con detenimiento los libros en Amazon.com, pero me aguanto de hacer la compra, ya que la experiencia resulta ser anticlimática. El click, el sonido que más ha definido nuestros tiempos, desilusiona. Pierdo la conversación con otro lector. Se desvanece el descubrimiento de otro escritor. La experiencia se reduce a una mirada ante un escaparate.

Se me permite acceso al libro, mediante el aparato electrónico, pero nunca será mío. No podré tacharlo con un lápiz o bolígrafo. No podré regalarlo a un amigo o desconocido. No podré leerlo sin que medie un microchip.

Será, como muchas otros textos digitales, absorbido por la web y sólo una multinacional podrá ofrecer una confirmación de su existencia en su banco de datos.

La lectura del libro trasciende más allá de sus palabras. Sus páginas hablan de sus lectores, de las palabras subrayadas o circuladas, de las anotaciones en el margen de la página y del café que se pudo haber derramado ante una escena conmovedora.

El libro, el que es impreso, retrata tanto al lector como escritor. Y se puede dejar sobre el banco de un parque o una plazoleta ante la remota posibilidad que alguien lo recoja y lo lea. Es lo más parecido al mensaje insertado en una botella en un mar de códigos y aplicaciones.