Levanté la mano como siempre. Apenas cabía en el pupitre. Era gordo, obeso desde siempre. A mi lado, Luis Manuel. Al otro, Rosa Aileen. En la espalda veía el Cerro Gregorio bautizado ahora como el Cerro de Nandy, donde la juma y el chinchorreo no opacan la hermosa vista del cuasi valle de Jagual y las montañas de la sierra entre Juncos y Río Grande. 

Allí puedo recordar a “Miss Pérez” o a “Miss Serrano”. Levantaba la mano para algo que nunca se me había ocurrido. Quería correr en la carrera del pavo. La maestra nos hablaba de los taínos y los caribes, pero entró el maestro de Educación Física y preguntó quiénes querían correr en la carrera del pavo. Antes andaba fantaseando con la supuesta inocencia de los nativos y de inmediato te das cuenta de que el hombre siempre ha sido hostil y que la humanidad tiene llagas por todos lados que requieren de cura, pero al menos la carrera del pavo era una alternativa de esparcimiento. 

Mientras me imaginaba ganando la carrera del pavo, porque había una carrera especial para los volkys (gorditos), todos veíamos a aquella muchacha caminar la escuela. Era bella. Inteligente, la mejor atleta que había dado mi barrio, quizás mi pueblo. 

En Jagual, todos sabíamos quién era ella. Una gran volleibolista. La que iba a representarnos. Teníamos muchos buenos peloteros: los Hernández, Emmanuel, Joseíto, pero ninguno de nosotros era tan bueno como ella. Corría y ganaba la carrera del pavo… los field day. Era ella o Angeliz, pero en todos los otros deportes ella ganaba por mucho. 

Un día se fue. Desapareció. Se la llevaron, dijeron, porque era tan buena atleta que había que dejar que volara. Y volando llegó a Salinas. Allí en el Albergue Olímpico tendría un futuro prometedor y lloverían oportunidades. Torneos internacionales, viajes al extranjero y ganaría dinero. Sería nuestro orgullo. 

Yo seguía con mi mano alzada, al igual que muchos otros, queríamos demostrar que podíamos correr por el pavo. Pero nadie me tomaba en serio. Pregunté si de verdad la carrera tendría una versión aparte para los gorditos. Me dijeron que sí. Participé. Llegué tercero de tres y mami tuvo que comprar el pavo con los chavos de los cupones, como siempre. 

Tiempo luego ella andaba en otros vuelos. Había conocido a un joven que la invitó a portarse mal. Lejos del barrio que la veneraba, allá probó sustancias que no deberían ni existir. Y poco a poco se fue apagando la luz, hasta que se hizo estopo y trapos que cubrían lo que antes era una sedosa piel. Nuestro orgullo ahora nos pedía en las luces y en cada semáforo parecía querer una cura. Ya la carrera del pavo no tendría a nuestra atleta como la favorita para ganar. 

Al recordarla siempre pienso en el potencial de Puerto Rico y la comparo con los sueños que pudimos haber hecho realidad. Pienso en lo bello de nuestro terruño, en lo lindo de nuestra gente. En el verdor de nuestro clima y en la pasión de nuestra gente. En lo bien que la pasamos cuando nos unimos y en lo mal que lo hacemos cuando la embarramos. 

Mucha gente me pregunta si tenemos solución y si vamos a ser un lugar próspero y seguro alguna vez. Siempre que me hacen esa pregunta la recuerdo a ella. El potencial es tan grande, las posibilidades son tan geniales, la capacidad está ahí. Solo falta que tengamos la disciplina y enfocarnos en estudiar y llegar a la meta para convertir la Isla del Cordero en el paraíso anhelado. 

Estas palabras no son cursilerías. Hoy que estás en familia, y que en la mesa repartes alimentos basados en una tradición norteamericana, aprovecha y medita en el potencial que tenemos y en las oportunidades que hemos perdido por andar entretenidos en el chisme y la vida de otros, por desviarnos del camino, por probar lo que no debimos, mientras puedes ser tú quien corra y, aunque llegues último en la carrera, al menos la terminaste. 

Y yo, me enamoré como un imbécil, del vuelo, del Puerto Rico que no necesita que todos ganemos la carrera, pero sí necesita que todos levantemos la mano y jamás seamos indiferentes.