El paso del huracán María produjo pérdidas económicas de sobre $100,000 millones. El resquebrajamiento que el temporal provocó en la cadena de importación y distribución de combustible y otros artículos de primera necesidad, sin duda, abonó a la insubsanable pérdida de 4,645 vidas en ese contexto.

Ese ciclón dramatizó las arbitrariedades de las que sufre nuestro sistema mercantil a raíz de la aplicación de la obsoleta Ley Jones (entre otras disposiciones sobre cabotaje) y sus efectos nocivos sobre la calidad de vida de nuestra gente.

Las leyes federales de cabotaje imponen sobre Puerto Rico el uso de la marina mercante más cara del mundo, suponiendo un aumento de $1,100 millones al año en los precios de alimentos y bebidas. No pudiendo negar el efecto perjudicial de esa legislación anacrónica sobre nuestra realidad, la respuesta federal, a corto plazo, fue aprobar una dispensa nominal de diez días a la aplicación del estatuto.

El entonces director de la Autoridad de los Puertos confirmó que el período de exención establecido luego de María resultó inconsecuente, porque no se recibieron embarcaciones extranjeras como producto de la concesión. Cualquier planificador pudo haberlo anticipado.

Aunque a menor escala, la historia se repitió este año tras los estragos del huracán Fiona. Los embates del fenómeno generaron sobre $10,000 millones en daños materiales. La contabilización de pérdidas humanas todavía se encuentra bajo estudio. Nuevamente, asomó su nariz el legado insostenible de la Ley Jones, esta vez en el contexto de una amenaza internacional a la seguridad alimentaria producto de la inflación y la guerra en Europa.

Otra vez nos encontramos maniatados por los caprichos del Congreso en medio de una crisis. Entonces, como quien hace alardes de grandes dotes filantrópicos, el secretario del Departamento de Seguridad Nacional anunció la aprobación de una exención limitada de la Ley Jones para Puerto Rico que permitió la entrada de una barcaza de diésel. Demás está decir que ese gesto simbólico no corregirá los efectos macroeconómicos de una legislación que nos cierra las puertas al comercio internacional y a productos de primera necesidad a precios competitivos. De hecho, la idea que por algún tiempo se promulgó entre los líderes del bipartidismo local, de mendigar al Presidente una exención a largo plazo, hoy no es posible. En el año 2020, el Congreso coartó la autoridad de las agencias para emitir exenciones a largo plazo.

El gobierno federal sabe que las leyes de cabotaje representan un impedimento para la recuperación y desarrollo de Puerto Rico. Las dispensas tímidas del pasado son un reconocimiento implícito de eso. Algunos de los sectores más conservadores de los Estados Unidos, como el exsenador John McCain, han criticado severamente la Ley Jones. McCain ha sostenido que es inaceptable forzarnos, a través de las leyes referidas, a pagar el doble de lo que se paga en los Estados Unidos por comida, agua potable, suministros y materiales para mejoras de infraestructura. Es evidente que existen espacios receptivos al debate sobre la deseabilidad de acabar con esta ley arcaica. Pero, como tantas otras deficiencias en el territorio, su derogación no constituye una prioridad para el gobierno de la metrópoli. Tampoco aparenta serlo para la Comisionada Residente, contra quien pesan señalamientos en el sentido de que favorece la permanencia de la Ley Jones porque recibe donativos de campaña de sectores navieros que se lucran de esa imposición sobre Puerto Rico.

Transcurridos 27 años desde que la Legislatura de Puerto Rico aprobó una resolución del PIP en la que se le solicitó al Congreso que nos excluyera de las leyes de cabotaje, ese reclamo continúa vigente. Una jurisdicción que ha vivido una ininterrumpida crisis económicofiscal, y a la que se le ha sumado emergencia tras emergencia desde el 2017, necesita desligarse de la imposición de ese lastre.

Culminada la temporada de huracanes, el tema de los efectos de la Ley Jones suele quedar relegado, pero no así su efecto paralizador sobre la economía. La situación actual hace imprescindible, ya no solicitar, sino demandar del Congreso que se nos excluya inmediatamente de las restricciones dañinas que imponen las leyes de cabotaje en contra de nuestro bienestar; y que se encamine un proceso descolonizador que acabe con la subordinación de Puerto Rico, caldo de cultivo que propicia ese tipo de explotación.