Un hombre negro cuelga por el cuello de un árbol, las puntas de sus pies apenas tocan el suelo lo suficiente como para no sofocarse. Ahí permanece (¿horas? ¿días? ¿semanas?) rodeado por un hermoso paisaje sureño como señal de advertencia a los otros negros esclavos que continúan con sus tareas ignorándolo -por costumbre e impotencia- como  si se tratara de aquella extraña fruta inerte de la que cantó Billie Holiday, con cuya voz de duelo transmitió hasta el tuétano el profundo lamento de generaciones pasadas.

Esa es tan solo una de muchas imágenes que se quedan con uno tras ver 12 Years a Slave, el extraordinario filme del cineasta británico Steve McQueen que mejor ha expuesto los horrores de la esclavitud en Estados Unidos, precisamente por la manera tan desprendida de sentimentalismo que la ejecuta. Aquí no hay ningún mensaje, ningún discurso inspirador. La barbarie no se presenta a través del prisma de los blancos ni hay intención de subsanar las sangrientas cicatrices del pasado -que muchos dirían aún permanecen abiertas- a través de apologéticas banalidades. McQueen la presenta tan despiadada e inhumana como fue, quizá porque no es estadounidense y no tiene necesidad de adornarla para su fácil consumo.

Y aun así, dentro de todos los abusos y humillaciones, hay destellos de esperanza en la verdadera historia de Solomon Northup, el hombre negro que nació libre al norte de Estados Unidos y en 1841 fue raptado para ser vendido como esclavo en el sur. Solomon publicó sus memorias en 1853 y las mismas son ahora fielmente adaptadas al séptimo arte por McQueen y el guionista John Ridley a través de una episódica narrativa en la que somos testigos de cómo un hombre va perdiendo, latigazo a latigazo, pedazos de su ser a lo largo de 12 años.

El inglés Chiwetel Ejiofor interpreta a Solomon con una gracia que hace aun más agonizante su condición, transformando a un culto, sofisticado y orgulloso violinista en un esclavo corriente a quien le es robada hasta su identidad. Mientras nunca se establece claramente cuánto tiempo Salomon pasa con uno u otro de sus amos, Ejiofor consigue que su físico –especialmente sus ojos- representen el paso de los años. Su mirada va perdiendo brillo. Su rostro pasa de la lucha a la aceptación. La película evita pintarlo con grandes trazos, delineándolo a  través de una serie de matices como un hombre con fallas y virtudes, que nunca persigue ni se convierte en una figura heroica, sino profundamente trágica.

Lo mismo se puede decir de Michael Fassbender como Edwin Epps, el desalmado dueño de una plantación en la que Salomon pasa la mayor parte del largometraje. Fassbender lo interpreta como un patético hombre que tergiversa la Biblia y se escuda detrás la ley para cometer brutales actos contra seres que considera subhumanos. Sería fácil caer en la caricatura de un monstruo pero el actor alemán le imparte complejidad a su caracterización mediante su relación con una joven esclava –interpretada magistralmente por la novata Lupita Nyong’o-, de quien parece estar enamorado, pero sus prejuicios no le permiten dejarse llevar por un sentimiento tan puro. 


En su tercer largometraje, McQueen se aparta de sus inclinaciones más artísticas vistas en Hunger y Shame, optando por una dirección más formal en pos de verosimilitud, aunque sus características e impecablemente realizadas tomas largas hacen su regreso en dos momentos sobrecogedores. Mediante la yuxtaposición de la espléndida cinematografía de Sean Bobbit a los horrores que vemos en pantalla, el cineasta muestra la esclavitud como una máquina encargada con deshumanizar a los negros, las únicas víctimas de este nefasto sistema. La cinta presenta a varias figuras clave del trágico modelo –interpretadas brevemente por actores como Benedict Cumberbatch, Paul Dano y Paul Giamatti-, pero aun la más benévola de ellas queda expuesta como los cómplices que son.

El contundente golpe emocional de 12 Years a Slave es innegable y permanece latente horas, días, quizá semanas después de verla. Ante la falta de sentimentalismo barato, lo que sobresale es el poder de sus imágenes y sonidos: los estremecedores gritos de familias rotas, muñecas de hojas y paja que apuntan a una infancia perdida, humillantes bailes de madrugada, el solemne cántico espiritual que marca el nacimiento de un nuevo esclavo, un trozo de jabón como reclamo de dignidad. Son cosas que no se sacuden fácilmente, que nos llevan a ponderar la débil constitución moral de muchos seres humanos y la facilidad con la que las volverían a cometer de no ser por las leyes que los restringen.