El pasado jueves estrenó en los cines la más reciente cinta de Jodie Foster, “The Brave One”. Como todavía no la he podido ir a ver -y con el recién nacido que me está consumiendo todo mi tiempo libre es muy probable que la termine viendo en DVD- le concedo el espacio de “Sin subtítulos” a mi colega Leonardo Aldridge quien les presenta un interesante análisis del filme.



Por: Leonardo Aldridge

Para cualquier estudioso del Derecho, el principal cuestionamiento de la nueva película de Jodie Foster, The Brave One, es si son pertinentes o adecuados algunos conceptos legales tan arraigados en la sociedad como el debido proceso de ley para los acusados, la presunción de inocencia hasta probarse lo contrario, la alteración y mutilación de escenas de crímenes, y el sistema de justicia criminal como algo coherente que puede, más allá de esclarecer delitos, procesarlos ágil y eficientemente.

La trama del filme – dirigido por Neil Jordan – revuelve alrededor de la premisa de que el sistema, en efecto, no funciona, y, establecido esto, se explora con lujo de detalles la alternativa real a esta conclusión: la necesidad de matar a maridos maltratantes y asesinos, a ladrones y potenciales violadores, a explotadores sexuales, a traficantes de drogas y de humanos, y a gente que simplemente ha matado por el placer que les provoca. Aunque la película no indaga seriamente sobre las implicaciones sicológicas ni sociológicas de esta premisa, el receptor las vive.

Hasta el abogado más pro-acusado de la Sociedad de Asistencia Legal, o el filósofo más liberal, en algún punto de la película querrá ver a Foster, con rostro compungido y lleno de rabia, disparándole sin piedad a los tres hombres que, por puro placer, por ocio y aburrimiento, le arrebataron a su futuro esposo, la llenaron de miedo por el resto de su vida y la dejaron hecha pedazos en un hospital por tres semanas, tan grave que cuando despertó ya habían enterrado a su novio y nunca podría volver a verlo.

Las escenas de tortura a las que sometieron a la pareja los tres maleantes quedaron grabadas porque quienes cometieron los actos lo preferían así. Les daba placer.

En esencia, esto es un thriller legal – aunque no hay abogados protagónicos, ni fiscales, y el único juez que decide, con poco tiempo de reflexión, en circunstancias difíciles y agitada, es el personaje de Foster y su nueve milímetros adquirida ilegalmente.

En una entrevista reciente que Foster concedió a National Public Radio, dijo que la película “hace que te levantes y aplaudas acciones que quisieras no aplaudir. Saca a relucir un lado muy auténtico, muy humano, pero a la misma vez muy lamentable (shameful) de nosotros mismos”.

Tras pasar un rato que parecía interminable en un cuartel de la Policía para atender su caso, y luego de que la burocracia y la indiferencia pareciera sal en la herida, el personaje de Foster decide lo que siempre está a flor de piel en cualquier víctima: tomarse la justicia en sus manos. Cruza la calle y, sin mucho trabajo, consigue una pequeña pero eficiente pistola nueve milímetros. Y, tras varias muertes – merecidas todas, aunque de dudosa legalidad – se riega por la ciudad que hay un vigilante.

El personaje de Foster se hace amiga de un detective (interpretado por Terrence Howard) que, aunque con conceptos claros de lo correcto y lo incorrecto, está frustrado con los recovecos legales del sistema y con la ingeniosidad, astucia o mala fe – escoja usted – de los abogados criminalistas que logran dejar libres a los delincuentes.

Aquí entra en escena el debate sobre la pertinencia del estado de Derecho actual y si, en lugar de lograr justicia, lo que hace es facilitar lo opuesto: la impunidad, la injusticia y la maldad pura con protecciones constitucionales para quienes la lleven a cabo.

La realidad, sin embargo, es que, a pesar de toda la furia que nos pueda provocar el asesinato del prometido de Foster, y de la maldad pura que destilan ciertos personajes en la película, el último hombre que mata Foster corrió más o menos la misma suerte que el humacaeño Miguel A. Cáceres a manos de un policía el pasado agosto. El personaje ficticio, al igual que el verdadero, estaba en el piso, indefenso, pidiendo por su vida y desarmado. El de la película había cometido actos terribles, sí, pero nadie excepto Foster y el detective lo juzgó. No hubo jurado, ni fiscales, ni juez; no hubo la más mínima consideración legal para esa persona – del mismo modo que no la hubo para el prometido de Foster al inicio de la película. Se reduce todo al concepto de un ojo por un ojo – y eso da placer al público (no me excluyo).

Pero el sistema de justicia criminal, con todas sus fallas – y mire que son muchas y repetitivas – , está constituido porque el soberano – el pueblo, como colectivo – decidió mediante su Constitución y mediante sus leyes que de esa forma habría uniformidad al procesar delincuentes y no estarían sujetos a la arbitrariedad, el odio o la venganza. Es común escuchar personas cuestionar la “ética” de abogados que defenderían escoria como los personajes de la película de Foster, pero esa defensa legal – usualmente pro bono y desinteresadamente – tiene un propósito mayor: garantizar que hasta los más malos de los malos tengan su día en corte, con todas las protecciones, porque si eso es así para los peores, hay un denominador común mínimo, y el ciudadano decente puede estar seguro que a él también se le velarán sus derechos si estuviera involucrado en problemas legales en la fase criminal. De lo contrario, todo queda sujeto a que unos pocos (en la película una víctima y un detective), sin mandato democrático alguno, crean que son los llamados a cumplir con imponer el “bien”. Y, aunque en algunos casos simpaticemos con ciertas cruzadas, estamos en tiempos de demasiado fanatismo como para tan siquiera coquetear con esa idea.