La doble narrativa intercalada en Memento, con una retrocediendo y la otra avanzando hasta encontrarse en el medio; la infiltración mental en Inception, donde los minutos se convierten en horas, las horas en días y los días en eternidades a medida que desciende de nivel en los sueños dentro de sueños; la arriesgada misión espacial en Interstellar, en la que la supervivencia de la humanidad tiene como su mayor adversario la teoría de la relatividad de Einstein. El tiempo, y cómo este es moldeado por la memoria, las quimeras y el infinito, ha sido la gran constante en la filmografía de Christopher Nolan. Podría decirse que es su obsesión. En otra vida, quizás fue relojero.

Su pericia cinematográfica se presta para observar detenidamente sus largometrajes bajo una lupa, desmantelarlos por partes y admirar los movimientos de sus formidables engranajes. El ensamblaje de sus películas acostumbra ser el aspecto más fascinante de ellas. Así ha sido con sus mejores trabajos, que comprenden las mencionadas anteriormente, The Prestige y la nueva Dunkirk, el magnum opus hacia el que se ha estado dirigiendo a través de su carrera. El filme marca el cenit de su desarrollo como director, destacando todas sus fortalezas y difuminando sus debilidades. Proyectada en la inmensidad de la pantalla IMAX –formato en el que debería verse, de tener la oportunidad-, la escala amplía el poder de las imágenes a tal punto que fácilmente podría prescindir del escaso diálogo que hay en ella.

Contrario a sus guiones más ambiciosos, que a veces sufren de estancarse en la sobreexposición de los entresijos de la trama, Dunkirk no requiere más que el texto inicial y tres títulos para abarcar la totalidad de su argumento, así como la particularidad de su estructura. Nolan segmenta la evacuación de Dunquerque durante la Segunda Guerra Mundial en tres periodos de distinta duración, enfocados respectivamente en los esfuerzos militares a través de tierra, mar y aire: una semana, para la salida de las tropas inglesas del poblado costero francés tras verse forzadas a retroceder por el ejército alemán; un día, para la llegada de una flota compuesta por veleros y lanchas civiles que cruzan el Estrecho de Dover para  rescatar a los soldados; y una hora, dedicada al combate aéreo entre los pilotos de la Fuerza Aérea Real Británica y la Luftwaffe.

La narrativa es impulsada mayormente por lo visual. La acción resulta fácil de seguir, aun a destiempo, gracias a la fantástica edición de Lee Smith, orquestada al urgente compás del incesante tic-tic-tic-tic del segundero que palpita a lo largo de la bombástica banda sonora de Hans Zimmer, que por momentos llega a ser excesivamente usada. De añadirle algunos inter-títulos, Dunkirk podría ser una película muda. Nolan canaliza a Sergei Eisenstein y Howard Hughes en las secuencias de acción, mientras exhibe el tacto de F.W. Murnau en el encuadre de rostros, la mayoría desconocidos, pero incluso en los más famosos no se aprecia un relieve. Mark Rylance interpreta al dueño de uno de los botes civiles en ruta a Dunquerque; Kenneth Branagh encarna al comandante de la marina británica que dirige la evacuación; Harry Styles (a quien, admito, jamás reconocí, pues no estoy al día con las agrupaciones juveniles) es uno de los soldados buscando escapar de la playa; y Tom Hardy, una vez más, termina detrás de una máscara en un filme de Nolan, como uno de los pilotos, y aun así logra robarse la atención.

La anonimidad de los personajes –cuyos nombres me son inmemorables, si es que se mencionan- es un componente esencial de la propuesta. Hasta las fuerzas alemanas son invisibles. Jamás se les ve en persona, pero el sentido de su amenaza es inescapable. Esta es una historia del esfuerzo colectivo, no el individual, aun cuando se concentra en ciertas caras. Su norte es resaltar las victorias que se hallan incluso en las derrotas –como lo fue esta, bastante significativa, para Inglaterra-, y cómo estas se utilizan para inspirar a una nación de cara al apocalipsis. De haber estrenado en 1941, sería una película propagandística. Hoy, es un blockbuster monumental, en el que convergen el entretenimiento y el arte de contar historias sin nada más que lo que se plasma dentro del recuadro.  

Esa siempre ha sido la mayor fortaleza de Nolan, su increíble capacidad para deslumbrar; el asombroso doblez de las calles parisinas en Inception, o el emocionante acoplamiento de la nave con la estación espacial en Interstellar, que se suma a su recurrente juego con la temporalidad para avanzar la acción sin detenerse. El desarrollo de personajes no es realmente su fuerte. Parecerán complejos pero sirven más como mensajeros, portadores de información, particularmente acerca de los enredos de la trama. Cualquier dimensión que se les pueda dar llega mediante el alcance histriónico de quiénes los interpretan. Recordamos su “Joker” en The Dark Knight no tanto por cómo estuvo escrito, sino por cómo Heath Ledger le dio vida, y así mismo ocurre con otros. En Dunkirk, no hay propiamente personajes -más bien bocetos de estos-, y la trama es mínima, por lo que el cineasta británico se puede enfocar plenamente en producir imágenes que roban el aliento.

Y así ocurre, desde que comienza hasta que termina. Desde la lluvia de hojas de papel con propaganda nazi con la que abre el filme –que por sí solas habrían bastado para establecer las circunstancias del conflicto sin recurrir al texto- hasta el último y glorioso sobrevuelo de un Spitfire inglés sobre la playa gala. La soberbia cinematografía de Hoyte van Hoytema -en su segunda colaboración con Nolan- enaltece cada momento, pero especialmente la secuencias de batallas aéreas que inducen el vértigo. El que estas no dependan de los efectos digitales de los que tantas producciones contemporáneas abusan, las hace aún más extraordinarias.

Cada recuadro muestra a Christopher Nolan trabajando al máximo de sus destrezas como un maestro moderno del séptimo arte, aunque continúa anteponiendo lo emocionante sobre lo emocional. Sus películas poseen la habilidad de atraparnos en el momento, mas no siempre dejan una huella indeleble que perdure más allá de la sala, fuera de esa sabrosa sensación de haber presenciado algo nunca antes visto. Puede ser un cineasta frío, distante, en lo que a los sentimientos se refiere, pero actualmente es uno de los muy pocos que se esmeran por hacer de los blockbusters una obra de arte, sin escatimar en el espectáculo. Así se ha ganado millones de adeptos, que veneran sus estrenos cual si fuesen cultos religiosos a los que acuden cada tres o cuatro años en comunión, cegados –quizás- por la profunda falta de visión que abunda en el cine comercial.

En Dunkirk, Nolan ofrece la versión más pura de su evangelio, uno que celebra la centenaria tradición de sumergirnos en la oscuridad de una sala de cine para ver algo que solo puede ser experimentado en su totalidad ante enormidad de la pantalla. Incluso los más agnósticos seguro podrán decir “amén” a esto.