“La gente dirá que no sé cantar, pero nadie podrá decir que no canté”.

Florecen Foster Jenkins ciertamente cantó, y definitivamente no sabía cantar pero, como bien dijo en esa cita que se le atribuye, una cosa no quita la otra. La aristócrata de Pensilvania, quien dejó su pequeña huella en la historia debido a lo mal que cantaba, murió en 1944, pocas semanas después de hacer su debut en el ilustre Carnegie Hall de Nueva York donde se presentó ante casa llena. La mayoría del público, sin embargo, asistió al concierto para burlarse de ella, creyendo que su doloroso performance no podría ser otra cosa que un acto de comedia.

Los últimos meses de vida de Jenkins se recogen en la película que ahora lleva a su nombre y cuya interpretación recae en los hombros de Meryl Streep, artista que -sería sensato decir- la supera considerablemente en talento, aun cuando el canto nunca ha sido su mayor fortaleza. Stephen Frears dirige el guión de Nicholas Martin en el que el autor invita a reírse de su protagonista solo para luego regañar al público por no simpatizar con los deseos de esta millonaria privilegiada de cumplir su sueño, sencillamente porque contaba con el poder adquisitivo para hacerlo. Cuando la realidad irrumpe en la  fantasía fabricada por el marido (Hugh Grant) y allegados de la mujer –quienes le decían que tenía una voz maravillosa-, Frears y Martin apelan al “ay, bendito” luego de cerca de dos horas de usar al personaje como blanco de chistes.

Streep, actoraza al fin, intenta darle una mayor dimensión al rol que el libreto le provee, matizando su aparente ignorancia acerca de lo mal que cantaba con los achaques de una mujer en el umbral de la muerte, quizás dispuesta a creerse el cuento con tal de disfrutarse sus últimos días. La actriz halla una sólida contraparte en Grant, como “St. Clair Bayfield”, el esposo de Jenkins que –según el filme- la apoyó en su cruzada por llegar al Carnegie Hall, pagó por buenas reseñas en los diarios, coordinó conciertos privados para ella y contrató excelentes tutores que fueron incapaces de realizar milagros.

La naturaleza contradictoria del largometraje se manifiesta mejor a través del personaje de “Cosmé McMoon”, interpretado por Simon Helberg, como el pianista que es seducido por el dinero de Jenkins para servirle de acompañante en el escenario, ajeno a que ella no sabía cantar. “McMoon” sabe que se reputación así como su futuro musical están en juego si osa presentarse en público con la soprano amateur, pero su transformación atraviesa un franco desarrollo entre el interés y la amistad, contrario a la cinta que aspira a pasar de la mofa al melodrama. El rostro de Helberg provoca mayores carcajadas que las disonantes notas de Streep, a la vez que expresa la incomodidad que impera en la atmósfera del filme.

Jenkins fue un chiste en su época y lo vuelve a ser ahora en el cine. Cuando eventualmente aparece un personaje dispuesto a señalar lo obvio, la película lo vilifica, aun cuando éste -con mucha razón- indica que Jenkins ha sido la víctima de una cruel y elaborada ilusión. No debe sorprender a nadie que esta figura sea la de un crítico, uno de los antagonistas favoritos del cine, el “enemigo de las artes” y el único personaje que es honesto con Florence Foster Jenkins, quien ciertamente cantó pero siempre será recordada por lo mal que lo hizo. Esta producción se encarga de ello bajo la falsa apariencia de una historia inspiradora.