Todos somos actores de nuestras propias vidas, y al unirlas en matrimonio, estamos invitando a nuestros cónyuges a pasar al camerino en el que creamos los personajes que interpretamos a diario: el que mostramos en el trabajo, el que se da la cerveza con las amistades, el que saluda al cajero en el supermercado o conversa despreocupadamente con la manicurista del salón de belleza. Nadie externo conoce realmente lo que ocurre tras bastidores, donde la pareja revela las manías, el desorden, secretos, fetichismos y otras intimidades, mientras ambos forjan inconscientemente los nuevos papeles que encarnarán en complicidad ante los demás, aquellos de apariencia superficialmente perfecta que eventualmente conducen a “¿pero cómo que se separaron si se veían tan felices juntos?”.

La pregunta central que impulsa Gone Girl -el absorbente largometraje del director David Fincher- es más macabra: “¿la mató o no la mató?”. No se necesita de mucho más para enganchar al espectador con un buen thriller, pero Fincher y la guionista Gillian Flynn –quien aquí adapta su homónimo bestseller de 2012- están más preocupados con levantar el telón e indagar en la psiquis del matrimonio compuesto por “Nick” y “Amy Dunne”, la idílica pareja cuyas vidas se convierten en el foco de una investigación policíaca y mediática cuando ella desaparece misteriosamente en la mañana de su quinto aniversario de bodas. La absolutamente cautivante experiencia que provee Gone Girl es similar a ver Scenes from a Marriage pero dirigida por Alfred Hitchcock, como si al estudiar el clásico de Ingmar Bergman, el maestro del suspenso hubiese decidido que necesitaba intriga, muerte, humor negro y un impactante viraje en la trama a mitad de camino.

Para Fincher y Flynn, sin embargo, no basta con un solo giro inesperado, por lo que nos mantienen con los ojos clavados en la pantalla mediante la constante alternación de perspectivas provistas por personajes poco fiables. En el presente tenemos a “Nick”, el escritor frustrado interpretado por Ben Affleck con su singular cara galán de telenovelas, lo suficientemente bonachón como para caer bien de primera impresión pero con una frialdad subyacente que nos mantiene a distancia. La detective “Rhonda Boney” (encarnada por Kim Dickens, tan solo una de las excelentes actuaciones secundarias que incluyen a Tyler Perry y Carrie Coon, como el abogado y hermana de “Nick”, respectivamente) percibe esta disonancia, pero aun así le da el beneficio de la duda, incluso cuando “Nick” aparenta asimilar la desaparición de “Amy” con una calma que resulta sospechosa, sonriendo ante las cámaras en uno de varios errores de juicio que comete.

La narrativa de “Nick” se intercala con las narraciones del diario de “Amy”, encarnada estupendamente  por Rosamund Pike en un papel que le permite hacer alarde de su amplio registro histriónico como nunca antes en su carrera. A través de sus propias palabras descubrimos cómo se conocieron en Nueva York, donde vivieron una vida de lujo hasta que la recesión y el cáncer de la madre de “Nick” los obligó a mudarse a Misuri. Uno puede escuchar el romance en la voz de “Amy”, y la música electrónica de Trent Reznor y Atticus Ross –que borra la línea entre la banda sonora y el diseño de sonido- le da un aire de cuento de hadas a sus testimonios, evocando las composiciones de Angelo Badalamenti que rápidamente pueden transformarse de sueños a pesadillas. A medida que nos adentramos más en el diario, y vemos que no todo era color de rosa, eso es precisamente lo que ocurre.

Cada nuevo pasaje escrito en puño y letra de “Amy” contradice la información que “Nick” le ofrece a la Policía, y es esta información la que eventualmente cae bajo el voraz escrutinio de la prensa sensacionalista que canibaliza las vidas de ambos hasta roerles los huesos. Es aquí cuando Fincher y Flynn comienzan a mostrar los colmillos con una incisiva exposición de los Nancy Grace y Kobbo Santarrosa de la vida, los autodenominados paladines de la justicia que aprovechan su alcance televisivo para victimizar o vilipendiar a los protagonistas de un caso criminal a gusto y gana, pasando juicio desde mucho antes de que cualquiera pise la sala de un tribunal. Lo que ambos cineastas logran es un Ace in the Hole para la era digital, en la que la evidencia policiaca se consume colectivamente a través de tuits y los veredictos se emiten con “likes” en Facebook.

El trabajo de Fincher es, una vez más, formidable en su nivel de precisión y elegancia que denota al capturar la domesticidad de la vida de los “Dunne”. Aunque más reservada visualmente, sin muchos tiros que inmediatamente llamen la atención, su meticulosa dirección junto a la fantástica edición de Kirk Baxter –evidente en la secuencia que propicia la mayor revelación que vira de cabeza el argumento- hacen de Gone Girl la más sofisticada y oscura sátira matrimonial desde que Stanley Kubrick hizo Eyes Wide Shut. Esta es sin duda la película más cómica de su filmografía, una que comienza con el marido admirando la hermosa cabeza de su esposa y cómo desearía romperla para ver lo que hay en su interior, comentario que se repite al final pero con una lectura totalmente distinta, luego de que la trama se zambulle en terrenos tan sórdidos que Paul Verhoeven estaría orgulloso.

Incluso para los espectadores más perspicaces, Gone Girl probará ser un entretenidísimo y retorcido laberinto de engaños desarrollado alrededor de la idea que se tiene acerca de la integridad del matrimonio, lo que se dice, lo que se calla y lo que preferimos no saber, cómo nos proyectamos ante el mundo y quiénes somos verdaderamente. Fincher y Flynn simpre están un paso más adelante, y aun cuando el desenlace alcanza niveles descabellados y con la más mínima disertación se vendría abajo como una casa de naipes, olvídese del “cómo” y “por qué” y mejor enfóquese en las preguntas que levanta, por más inquietantes que puedan ser.