Hace muchos años, un maestro de magia me dijo: “Si te gusta mucho un truco de magia, nunca averigües cómo se realiza”. La lógica debe ser obvia, pues si descubres el secreto, se desvanece la ilusión. Esta vieja y valiosa lección fue lo primero que me vino a la mente –una vez me recompuse emocionalmente y recobré la respiración- tras ver Gravity, el nuevo largometraje de Alfonso Cuarón, excelentísimo cineasta mexicano que si mañana revelase públicamente que lo filmó en el espacio exterior, jamás se lo cuestionaría. 

Obviamente no fue así. El conocimiento cinematográfico me dice que la gran mayoría de lo que se observa en pantalla fue logrado mediante una combinación de los últimos avances en tecnología de animación computarizada y cámaras cuyos movimientos minuciosamente calculados fueron controlados por varios robots, pero todo esto queda en el olvido una vez nos encontramos en manos de Cuarón. Del mismo modo que Jurassic Park nos hizo creer que los dinosaurios volvieron a caminar sobre la Tierra y 2001: A Space Odyssey nos llevó a la Luna un año antes de que un humano la pisara, Gravity crea el mismo sentido de incredulidad con su aparentemente milagrosa puesta en escena, llevándonos a preguntar en silencio “¿cómo rayos hicieron eso?”.

Esa interrogante será recurrente pero no persistente a lo largo de Gravity, pues mientras Cuarón y su extraordinario cinematógrafo Emmanuel Lubezki nos cautivan visualmente, es el fuerte vínculo emocional con su protagonista -la astronauta Ryan Stone, interpretada por una vulnerable Sandra Bullock en la mejor y más emotiva actuación de su carrera- lo que la convierte en algo más que un asombroso despliegue de efectos especiales en tres dimensiones. Sí, Gravity hay que verla con las dichosas gafas 3D, pero contrario al 99% de los estrenos que utilizan esta tecnología como pretexto para cobrar más en la taquilla, aquí es puesta en manos de un maestro que la integra orgánicamente en su narrativa. 

Gravity comienza justo antes de lo que sería el clímax de muchas películas y acaba segundos después. Noventa intensos minutos se concentran en la primera misión espacial de “Ryan”, doctora que se encuentra haciendo reparaciones en el telescopio Hubble cuando el estallido de un arma rusa provoca que miles de escombros se dirijan hacia ella y sus compañeros a cientos de millas por hora. La catastrófica situación la dejan a ella y al experimentado astronauta “Matt Kowalski” (George Clooney) como los únicos sobrevivientes de la tripulación y en busca de la manera de regresar a la Tierra.

El guión de Cuarón, escrito junto a su hijo mayor, Jonás, es bastante simple, algo que ha sido señalado negativamente por algunos colegas que quizá equiparan “simpleza” con “superficialidad”. Los personajes están circunscritos a este breve periodo en el que el director de Children of Men nos atrapa con ellos en el infinito en medio de una situación de vida o muerte. Cortar a un flashback o cambiar la perspectiva a la Tierra para profundizar en su desarrollo nos sacaría abruptamente de la experiencia. Cuarón y su hijo le imparten a “Ryan” y “Kowalski” las caracterizaciones suficientes como para que su empatía sea universal.

La travesía del personaje de “Ryan” posee muchos matices alegóricos que se sustentan por el subtexto que se haya en el libreto y el magnífico lenguaje visual. Cuarón inserta espiritualidad en la ciencia sin que se sienta forzada, con hermosas imágenes representativas que podrían significar mucho para algunos espectadores y nada para otros, pero en su nivel más básico el filme funciona como una metáfora del arduo camino que todos enfrentamos ante una monumental adversidad, algo tan sencillo como levantarnos tras una caída que creemos fatal. A veces el guión se ve en la necesidad de expresar verbalmente sus intenciones, pero esta es la única falla en un trabajo excepcionalmente logrado.

La dirección de Cuarón es impecable, transportándonos al espacio mediante sus característicos extensos tiros de cámara que transcurren en tiempo real y nos permiten apreciar la acción sin ningún corte. Su sentido de ritmo es magistral, sabiendo cuándo y cuánto prologar las escenas de pánico y -especialmente- la calma, con un uso del silencio que abona enormemente a la experiencia y agudiza los momentos de terror gracias a un increíble diseño de sonido. En términos puramente técnicos, el largometraje es una obra maestra.

Describir a Gravity como una “montaña rusa de emociones” coarta seriamente sus méritos a los de una mera atracción de Universal Studios. Lo que Cuarón realiza junto a su equipo de técnicos –cuyos integrantes aparecen en los créditos finales antes que los actores, contrario a la norma- es un verdadero truco de magia cinematográfica que representa la mayor ilusión del cineasta hasta el momento y una de las más asombrosas que he tenido la dicha de ver proyectada en una pantalla. Personalmente, jamás quiero saber cómo lo logró.