El dilema central que impulsa Interstellar -el más reciente recordatorio del director Christopher Nolan de que el cine comercial puede aspirar a algo más que el mero entretenimiento pasajero- yace en la elección entre el bien personal y el común. La historia de la humanidad contiene numerosos ejemplos de sacrificios realizados por el bien del prójimo. Los grandes aparecen en los libros, los pequeños los descubrimos casi a diario. La mayoría de los padres y madres darían sus vidas por las de sus hijos, pero ¿cuántos serían capaces de sacrificarlos para asegurar el porvenir de la especie? Dentro de este estremecedor escenario hipotético, en el que se desarrolla esta ambiciosa épica que trasciende el tiempo y espacio, ¿el amor es una virtud o una debilidad? ¿En qué momento anteponemos el amor universal por el que sentimos por nuestros seres más queridos?

Esas son las preguntas alrededor de las que Nolan y su hermano, Jonathan, construyen su extremadamente franco libreto, tan exento del cinismo que actualmente impera en nuestra sociedad –y, por ende, en los medios artísticos que la reflejan- que parece producto de otra época cinematográfica, cuando los protagonistas eran héroes, no antihéroes, y el género de la ciencia ficción invitaba a imaginar un mundo mejor, lejos de las falsas utopías y los futuros postapocalípticos. El exceso de sensiblería y la expresión de ideas tan trilladas e ingenuas como “All You Need Is Love” que los hermanos Nolan inyectan en su guión incita a virar los ojos hacia arriba e incurrir en las mofas fáciles (como dije, tiempos cínicos), pero la sinceridad con la que las articulan es tan entrañable y la puesta en escena tan increíblemente ambiciosa que obliga a rendirse ante ella y dejarse llevar más por sus aciertos que por sus ineficiencias.

La capacidad de Interstellar de ejercer su poderío en el espectador dependerá en gran forma de cuán dispuesto esté a aceptar la sencillez de sus ideas y su ejecución en pantalla. Las fallas son inmediatamente evidentes, la mayoría de ellas recurrentes dentro de la filmografía de Nolan: su obsesión con explicarlo todo ad nauseum, la manera como entrecorta entre dos acciones concurrentes y que a veces entorpece el flujo de la narrativa, los personajes unidimensionales que solo sirven como dispositivos para proveer exposición. Sin embargo, independientemente de cuál sea su opinión acerca de la película –que han abarcado todo el espectro desde “monumental desastre” hasta “obra maestra”- una cosa queda rotundamente clara al salir de la sala: Nolan está en una categoría por sí solo. La libertad creativa de la cual goza es una excepción en el cine de Hollywood, aprovechando su carta blanca para empujar el blockbuster más allá que cualquier otro cineasta contemporáneo.

Al hablar de Interstellar, la comparación más obvia es 2001: A Space Odyssey, especialmente en términos visuales. Nolan es un director clásico con una afinidad por lo tangible, tanto así que insistió en que la filmación se hiciera en celuloide e impulsó una campaña para que se proyectase así (en Puerto Rico, desafortunadamente, solo se exhibe la versión digital, y todos debemos lamentar el no poder experimentarla en formato IMAX 70mm). Su preferencia por lo práctico lo llevó a recurrir a maquetas, modelos, elaborados sets y la proyección de paisajes espaciales en lugar de “green screens” para filmar las majestuosas secuencias espaciales que figuran en el segundo y tercer acto. El uso de efectos computarizados es limitado, dándole a la película un nivel de verosimilitud que se distancia enormemente del despilfarro de gráficas digitales que abundan en los estrenos de esta envergadura.

Narrativamente, sin embargo, Interstellar tiene más en común con Solaris que con 2001. Al igual que en esa otra renombrada odisea espacial de Andrei Tarkovsky, la trama arranca en un territorio rural y es protagonizada por un astronauta que se ve obligado a abandonar a su familia por años, quizá décadas, para emprender una arriesgada misión que lo llevará a otra galaxia y enfrentarse a lo desconocido. Matthew McConaughey interpreta a “Cooper”, un expiloto espacial que ahora se dedica a la agricultura, luego de que una plaga comenzará a destruir las cosechas en la Tierra en un futuro no muy lejano, en el que la población ha disminuido considerablemente y la humanidad ha intercambiado los adelantos tecnológicos por la necesidad de subsistir.

“Nosotros solíamos mirar hacia el cielo y preguntarnos cuál era nuestro lugar en las estrellas. Ahora miramos hacia abajo y nos preocupamos acerca de nuestro lugar en la tierra”, lamenta “Cooper”, quizá haciendo eco de las frustraciones de Nolan con la falta de visión y apetito que agobia a las producciones de estudio que hace pocas décadas apostaron al talento y no parecían tan preocupadas por la taquilla. Y tal como si “alguien” lo hubiese escuchado, el exastronauta recibe un mensaje interpretado por su hija, “Murph” (encarnada por Mackenzie Foy de niña y por Jessica Chastain de adulta), como emitido por un fantasma. La extraña comunicación los dirige a una antigua base donde descubren los remanentes de la NASA: científicos, ingenieros y matemáticos que secretamente planifican una última misión para encontrar un nuevo hogar en el universo.

El tiempo ha jugado un papel vital en dos de las mejores obras Nolan. Su fracturada división en Memento definió la estructura de ese singular filme, mientras que en Inception los personajes jugaron con su percepción para infiltrar los sueños. En Intertellar, el tiempo asume el papel del antagonista, específicamente la teoría de la relatividad de Einstein, que hace que una hora en un remoto planeta se traduzca en 23 años terrestres. “Cooper” y los otros astronautas, interpretados por Anne Hathaway, Wes Bentley, David Gayasi y Bill Irwin -este último como la voz de un robot de apariencia monolítica, en otra referencia a 2001-, constantemente se ven obligados a tomar complejas decisiones en las que el más mínimo desliz podría significar el transcurso de valiosas décadas en la Tierra. Cada minuto cuenta, y la extensa duración de 169 minutos de la película subrayan esta percepción como una parte fundamental de la experiencia, permitiéndonos sentir, aunque a menor escala, el paso del tiempo.


Mientras estéticamente Interstellar exhibe sus influencias “kubrickianas” y narrativamente se adhiere más al clásico de Tarkovsky –explorando la relación entre el ser humano y algo mayor que él, pero sin prescindir del puro entretenimiento visceral de los blockbusters-, emocional y filosóficamente el largometraje se inclina hacia las sensibilidades otro ídolo de Nolan: Terrence Malick. La estupenda cinematografía de Hoyte Van Hoytema trae a la mente imágenes extraídas de su ejemplar filmografía, como el incendio de las cosechas en Days of Heaven y la creación del universo en The Tree Of Life. Auditivamente, la solemne banda sonora de Hans Zimmer –una de las mejores de su canon, evocando a Philip Glass y Camille Sant-Saëns- recuerdan a través del uso del órgano las selecciones de música clásica que figuran en los trabajos de Malick.

Hay otro aspecto en el que se puede ver la mano de Malick, y es uno nunca antes visto en las películas de Nolan, típicamente frías y cínicas: todos los personajes llevan sus sentimientos a flor de piel. Es lo que los define y los manifiestan verbal y físicamente. Una de sus escenas más poderosas gira en torno a un padre ahogado en llanto mientras observa en un monitor años de mensajes enviados por sus hijos. Lo que para él fueron horas, para ellos fueron décadas, acentuando esa naturaleza efímera –incluso aterradora- de que el tiempo se nos va de las manos. Detrás de toda la habladuría científica y las maquinaciones del guión que provoca innecesarios estorbos en el tercer acto con la introducción de otro personaje, lo que repercuta en Interstellar es su habilidad para conmover mediante sus sobrecogedoras imágenes y una tésis… básica, sí, pero que invita a continuar estimulando esa inquietud humana por explorar y a esperar lo mejor de nuestra especie en los momentos más oscuros.