En enero del 2014, el estudio Warner Bros. anunció que iniciaría la producción de seis –sí, seis- películas inspiradas en la leyenda el Rey Arturo.  Tres años más tarde, nos llega King Arthur: Legend of the Sword, la primera entrega de esta propuesta increíblemente ambiciosa -y ridículamente optimista- que comprueba una vez más cómo el Hollywood moderno se apresura desesperadamente por dar con la próxima franquicia multimillonaria en lugar de esmerarse por hacer una película de calidad que amerite una secuela antes de ponerse a hablar de cinco.

El estreno de hoy se suma a los fracasos del estudio en los últimos años con adaptaciones de cuentos (Pan y The Legend of Tarzan) que no han dado pie con bola artística ni económicamente hablando. Si algo bueno pudiese decirse de King Arthur es que al menos el director Guy Ritchie intentó hacer algo distinto en su acercamiento –tanto narrativo como visual- a la típica aventura medieval, pero aunque se le aprecia el esfuerzo, lo que acabó en pantalla no es más que un disparatado mejunje entre el estilo de sus películas de rufianes ingleses y los precipicios por los que caen la mayoría de los blockbusters contemporáneos. 

La película arranca con cierto grado de promesa, con elefantes gigantes y otros elementos mágicos, sugiriendo que este –quizás- no será el mismo cuento de “La espada en la piedra” al que una parte considerable de los espectadores han estado expuesto de alguna forma u otra . Y de hecho, no lo es. Es como si Ritchie –quien coescribió el libreto- hubiese partido de la premisa de que, como “todo el mundo” ya se lo sabe, pues esto le daba carta blanca para hacer y deshacer con la leyenda a su gusto, tanto así que la hizo prácticamente incomprensible. El resultado es un recuento del Rey Arturo filtrado a través de una trillada historia de origen de superhéroe y editado al ritmo de alguien con una sobredosis de Red Bull y déficit de atención. 

Tras sobrevivir la violenta usurpación de su tío (Jude Law), Arthur es enviado como Moisés por un río hasta un poblado inglés donde Ritchie resume en diez segundos -y lo que aparentan ser 100 cortes- la niñez y adolescencia del legítimo rey hasta convertirse en Charlie Hunnam. De ahí en adelante –y por “ahí” entiéndase a unos 15 minutos de comenzar el filme- la trama se torna cada vez más rebuscada gracias a la tendencia del director por contar los hechos a destiempo, con personajes comentando sobre lo que ya hicieron o van hacer editado intercaladamente con escenas de sus acciones.

Esta técnica en combinación con el rápido intercambio verbal entre los protagonistas ha sido algo que le ha funcionado a Ritchie en el pasado, particularmente en dos de sus primeros trabajos, Lock, Stock and Two Smoking BarrelsSnatch. Incluso en ambas películas de Sherlock Holmes ha sido un acierto, al ser algo que le asienta muy bien a la idea moderna del clásico detective. Sin embargo, lo mismo no se puede decir aquí.

Arthur va reuniendo a los futuros caballeros de la mesa redonda –mueble que aparece sin terminar al final como prueba de las ilusiones del estudio de aquellas seis, sí seis, secuelas- en camino a retomar su trono, pero ninguno de los personajes secundarios deja una mayor impresión, resaltando el hecho de que Hunnam es incapaz de cargar una película. La acción es latosa y genérica, mientras que el desenlace parece sacado del combate final de un viejo videojuego de peleas, uno con risibles gráficas computarizadas de dos o tres generaciones atrás.  

Quizás para la cuarta o quinta parte (jeje), la cosa empiece a mejorar.