Si el cine tiene poderes curativos, Moonlight es la medicina que más falta hace ahora mismo. Es la caricia que no se espera en el momento preciso, el abrazo que se necesita pero no se pide por miedo a verse vulnerable. El director Barry Jenkins no comparte ese temor, exponiendo el corazón de su delicada obra con tanta apertura que la abundancia de emociones que se desbordan de ella a veces resulta abrumadora.

Resumir en una sinopsis la historia que Jenkins traza en su hermoso libreto podría leerse como un listado de los estereotipos que plagan los filmes acerca de personas negras en Estados Unidos: el mulato cubano convertido en narcotraficante, la madre adicta al crack, el niño de bajos recursos que tiene que aprender a costa del sufrimiento a sobrevivir dentro de un ambiente hostil, predestinado a vivir de la venta de drogas o como esclavo de ellas. Todo esto figura en el filme, mas no comienza a describir la profundidad de un argumento propulsado por la empatía, la comprensión y el perdón.

Lo otro sería decir que Moonlight presenta la travesía de un hombre homosexual –dividida por Jenkins en tres segmentos que comprenden tres duras etapas de su vida- que aprende a aceptar su identidad tras años de abusos a raíz de ella. Sin embargo, esta, también, sería una manera de reducir el filme a lo más básico, a agruparlo junto a otros que han trabajado temas similares.  No es una película de “issues” raciales ni orientación sexual. Su objetivo no es llamar la atención hacia ellos. Jenkins evita caer en esta trampa al igual que en la de los estereotipos, y al hacerlo da con algo rara vez visto en el cine: honestidad emocional.

El director la encuentra en las caras de su excepcional elenco, comenzando por el de Mahershala Ali como “Juan”, el mencionado mulato cubano. Es a través de “Juan” que llegamos al protagonista, “Chiron”, quien hace su entrada al filme interpretado por Alex R. Hibbert como un niño tímido, triste y siempre cabizbajo. “Chiron” sabe que no es como los otros niños, pero no sabe por qué, y halla en “Juan” la figura paternal de la que carece. Es él quien le enseña a nadar en las playas de Miami, en una escena tan cargada de significado alegórico como de belleza estética, -gracias a la estupenda cinematografía de James Laxton y las maravillas que realiza con la iluminación y los tonos de la piel- pero también quien le vende crack a su madre adicta. Pendiente al rostro de Alí en el momento que “Chiron” se percata de esto y estará viendo la razón por la que el actor será premiado en los próximos meses.

La adolescencia de “Chiron” abarca el segundo segmento, con el joven Ashton Sanders encarnando el rol y sustituyendo la inocencia de Hibbert por el miedo de alguien constantemente acechado por otros jóvenes que abusan de él por ser como es. Su único consuelo llega mediante “Kevin”, un amigo de la infancia que parece estar exento de prejuicios y le extiende la mano en más de una forma. Pero “Chiron” no ha acabado de recibir golpes, y el último y más cruel de todos lo lleva a reprimir su naturaleza al punto de fabricar una identidad contraria a ella.  

El tercer acto de Moonlight transcurre como una película de Wong Kar Wai, entre la melancólica voz de Caetano Veloso, una vellonera, la canción perfecta y la cena que dice más a través de la preparación de esta que las palabras que se intercambian entre los que comparten de ella. Las entrañables actuaciones de Trevante Rhodes como un “Chiron” convertido en una mole de músculos con “fronte” de maleante y André Holland como un viejo amigo, cargan el filme hacia un final abierto que no podría ser más perfecto. 

Si al terminar de verla se acerca y toca la pantalla, no se sorprenda si siente un pulso. Esta es una película que inhala y exhala vida en cada recuadro.