La travesía de Bilbo Baggins y los 13 enanos a través de Tierra Media continúa en The Hobbit: The Desolation of Smaug, el segundo capítulo de la nueva trilogía del director Peter Jackson que subsana algunos de los fallos del primer filme a la vez que evidencia aun más la desacertada decisión de estirar un cuento para niños de 300 páginas a lo largo de tres extensas películas. Lo que salva a ambas producciones es el sentido de aventura –mucho más marcado en esta ocasión- y la agradable familiaridad que nos transmite regresar a este mundo tan perfectamente elaborado en la fantástica trilogía original, aun cuando su entorno ahora sea más digital que orgánico.

Retomamos la historia justo donde terminó el capítulo anterior, con Bilbo (Martin Freeman), Gandalf (Ian McKellen) y los 13 enanos rumbo a la Montaña Solitaria para librar el reino de Erebor de las garras del dragón Smaug, que habita dentro de ella desde que la hizo su hogar décadas atrás. El letárgico ritmo de la cinta anterior es sustituido por un firme galope que hace que los 161 minutos de esta nueva entrega transcurran a buen paso y no haya demasiados baches en la acción, la cual también mejora considerablemente no solo en frecuencia sino en ejecución. 


La primera prueba de esto aparece en la secuencia cuando Bilbo y sus acompañantes, tras ser capturados por los duendes del bosque, escapan por un río a bordo de unos barriles. En el texto original de J.R.R. Tolkien, este evento es descrito sin mucha fanfarria, pero Jackson –del mismo modo que transformó el cruce del puente de Bara-dur de un mero pasaje en el libro a una secuencia emocionante en The Fellowship of the Ring-, convierte la huída en una divertida secuencia en la que los enanos se las tienen que ingeniar para combatir contra los orcs que los acechan, a veces compartiendo la misma espada entre todos.

Si de algo peca la dirección de Jackson es de su recurrente dependencia en efectos computarizados. Es de esperarse que los utilice para criaturas como Gollum, Smaug y arañas gigantes, pero su acercamiento esta vez a Tierra Media contrasta marcadamente con el visto en The Lord of the Rings, donde todo lucía mucho más natural y real. Aquí hasta los orcs son creaciones digitales, los paisajes y sets han sido reemplazados por “green screens”, y en general todo se siente más artificial. Gajes de tener un mayor presupuesto, supongo, pero en diez años The Lord of the Rings todavía se verá fresca, mientras que The Hobbit probablemente envejezca más rápido.

El capricho de Jackson (o quizá más bien de Warner Bros., ya que la decisión parece puramente comercial) de convertir The Hobbit en una trilogía, abre las puertas para añadir personajes que no son originales de la novela, tales como Légolas -el intrépido duende de la trilogía original, interpretado por Orlando Bloom- y Tauriel (Evangeline Lilly), otra duende que nunca salió en los libros de Tolkien pero que aquí aparece para introducir un elemento romántico en la trama. Innecesario, quizá, pero al menos no obstruye. Lilly y Bloom forman un excelente dúo de guerreros que le inyecta emoción al largometraje justo en los momentos cuando más lo necesita.  


Los personajes principales tienen mucho más que hacer en esta ocasión. Aunque la mayoría todavía son meros adornos, hasta es posible distinguir a algunos de los enanos de entre el montón. Aidan Turner, como Kili, tiene un rol más prominente que lo eleva del resto y le permite desarrollar un poco más su papel, mientras que McKellen -como el hechicero Gandalf- cuenta con su propia subtrama, extraída de los apéndices de Tolkien, que lo coloca frente a frente con un viejo enemigo en una de las escenas más memorables del filme.

Quien todavía no logra cautivar con su interpretación es Richard Armitage, como el líder de los enanos Thorin Oakenshield. La culpa no es tanto del actor sino de la manera tan arrogante como es escrito por Jackson, Fran Walsh y Philippa Boyens en su guión. Resulta difícil sentir empatía por él cuando hasta ahora, luego de dos películas, todavía sigue siendo un pedante, engreído y acomplejado heredero al trono. Esto no sería un problema de tratarse de un personaje secundario, como lo es en el libro, pero por alguna razón Jackson lo ha empujado como el protagonista, lo cual nos lleva a la mayor falta de la adaptación: la marginación de Bilbo Baggins.

Ustedes saben: ¿Bilbo Baggins? ¿El Hobbit que figura en el título? ¿El tipo en la foto que ven a su derecha? El pobre Bilbo apenas ha sido poco más que una nota al calce en ambos filmes, aunque sigue siendo de lo mejor de ellos cuando Jackson, Walsh y Boyens recuerdan que esta es su historia, no la de los enanos. Peor aun es ver cómo se pierde la oportunidad de resaltar el talento de Martin Freeman, quien con su carisma y un rostro que denota inteligencia y nobleza, es un estupendo Bilbo cuando lo dejan brillar. En la primera película fue en su juego de acertijos versus Gollum, y aquí es en su enfrentamiento contra el apoteósico Smaug, momentos cuando sobresale la magia del texto de Tolkien.

Originalmente se suponía que esta película concluyera la historia, pero al convertirla en trilogía tuvieron que picarla, y así mismo se siente el final: como si de pronto apagaran el proyector y te pidieran que esperes un año para que lo enciendan de nuevo. El abrupto final deja cierto grado de insatisfacción a la vez que despierta el deseo de que el 2014 se vaya volando para ver el desenlace. Con todo y sus problemas creativos, ambas entregas de The Hobbit han sido capaces de entretener y -más que nada- reforzar la apreciación de la saga cinematográfica de The Lord of the Rings como un hito en la historia del medio.