Toy Story 3: El mejor regalo del Día de los Padres
Nota de archivo: esta historia fue publicada hace más de 15 años.
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Mi intención era escribir una crítica de Toy Story 3 como el oficio manda, y lo haré, aunque de una forma más personal. Dudo que estén visitando este blog para saber si deben o no ver la película. Seguramente ya la vieron y la iban a ver independientemente de lo que dijera la crítica (que ha sido abrumadoramente buena) ya que llevan esperándola -como yo- desde hace meses, cruzando los dedos de que la secuela estuviese a la altura de sus excelentes predecesoras.
Y lo está. Es magnífica, una joya más en la brillante corona de maravillas cinematográficas que ha producido Pixar. Ahí tienen mi opinión en pocas palabras. Vayan, corran a hacer las largas filas. Véanla en dos o tres dimensiones, no importa. Solos o con sus parejas. Lleven a sus hijos, nietos, sobrinos, vecinitos y compartan esa experiencia junto a ellos. Les aseguro que saldrán satisfechos y con ganas de verla otra vez.
Ahora, si desean leer una reseña a fondo sobre el filme, primero tienen que conocer un poco sobre mi relación con esta extraordinaria trilogía y el apego que les tengo a sus personajes, algo que definitivamente influencia mi percepción del largometraje.
Mi historia con Toy Story comenzó hace 15 años cuando todavía era un adolescente y cursaba el décimo grado. La fui a ver noviembre de 1995 con un buen amigo –cuya amistad alteraría trascendentalmente mi vida- pensando que veríamos otra película para niños. De más está decir que salimos encantados del cine, sorprendidos por lo que acabábamos de ver: la primera cinta animada hecha completamente por computadoras. Cómica, divertida e innovadora. En aquél entonces, Pixar era sólo un subtítulo debajo del imponente sello de Disney. Como cambian las cosas.
Resulta que ese buen amigo era el primo de una muchacha que me gustaba mucho. Casi un año después, el 29 de octubre de 1996, ella me dio un beso relámpago e inesperado antes de marcharse de la casa de su primo. Yo, en un intento por detenerla, le dije que esperara y fui corriendo a buscar la copia de Toy Story en VHS, que justamente acaba de salir a la venta ese día, porque ella no la había visto. Con el videocasete en mano, nos dimos nuestro primer beso, uno de esos en los que las luces del mundo se apagan y la cámara da vueltas alrededor de los enamorados mientras estallan cientos de fuegos artificiales en el firmamento y se escucha la voz de Etta James entonando “At last”… o por lo menos así lo recuerdo.
Vimos Toy Story juntos a los dos días y la secuela como novios en 1999. Jamás imaginamos que 11 años más tarde estaríamos casados y con dos hijos, uno de ellos súper fanático –como su padre- de las aventuras de “Woody” y “Buzz Lightyear”. De hecho, actualmente es el dueño de mi muñeco de “Buzz Lightyear” que mi mamá me consiguió en Orlando cuando era casi ìmposible conseguirlo tras el estreno de la primera cinta.
Cuando la semana pasada me preguntaron qué quería de regalo para el Día de los Padres, no lo pensé dos veces: ir a ver Toy Story 3 (complacer a un cinéfilo no es muy difícil), así que fuimos todos juntos el día de estreno a una de las primeras tandas para completar el círculo comenzó con aquél primer beso, en cierta forma gracias a “Buzz” y “Woody”.
Las emociones comenzaron desde el principio con el viaje nostálgico por medio de vídeos caseros que se nos presenta en pantalla, la primera de muchas veces que se me humedecería la mirada esa tarde. Luego de deslumbrar al público con una espectacular secuencia de acción digna de proyectarse en la cartelera de verano, el director Lee Unkrich va directo al corazón de quienes durante más de una década nos hemos encariñado con estos juguetes y su dueño, “Andy”, el protagonista invisible de la trilogía, pero con quien más me identifiqué en este filme.
El miedo es una de las emociones que propulsa a los protagonistas de Toy Story 3, algo que se establece incluso desde el tremendo cortometraje Day & Night que precede la película. Miedo a lo desconocido, a desprenderse, a dejar ir. “Andy” ya no es aquél niño que pasaba horas jugando en su habitación inventando historias con sus queridos juguetes. Es un adolescente a punto de mudarse de su casa para ingresar en la universidad, y “Woody”, “Buzz” y el resto de la ganga viven asustados al no saber qué será de ellos tras pasar varios años olvidados en un baúl.
Una confusión por parte de la mamá de “Andy” hace que todos los juguetes terminen siendo donados a un cuido de niños. El líder de los juguetes de ahí, un oso de peluche llamado “Lotso”, les da la bienvenida con los brazos abiertos y les vende el lugar como una utopía en la que siempre tendrán a alguien que juegue con ellos. Como en muchas utopías, se trata sólo de un espejismo de la cruda realidad.
El largometraje luce fabuloso. La animación encuentra un balance perfecto entre la calidad que hoy estamos acostumbrados a esperar del estudio sin apartarse mucho del estilo de la cinta original. Los personajes se ven igual que siempre, pero donde de verdad se aprecia los saltos tecnológicos que ha dado Pixar desde Toy Story es en el mundo que los rodea. El libreto de Unkrich, John Lassetter, Andrew Stanton y Michael Arndt compensa los tonos más obscuros de la trama –elemento que ha estado presente en la serie desde “Sid”, el niño verdugo de los juguetes de la primera parte- con una buena dosis de humor y aventura que mantiene a los espectadores entretenidos de principio a fin.
Sin embargo, el arma secreta del grupo de guionistas para verdaderamente atrapar al espectador es la nostalgia. Somos muchos los cinéfilos que llevamos años disfrutando de las aventuras de estos juguetes. En mi caso, son 15, la mitad de mi vida. La conclusión de Toy Story 3 es una de las más perfectas y satisfactorias que jamás se le haya dado a una trilogía, una que apunta a nuestros lazos emocionales con los personajes mientras los vemos aceptando con valentía su destino y nos invita a reflexionar sobre sus mensajes.
En mi caso, el filme me puso a pensar sobre la única constante en la vida, que es el cambio, proceso para el que considero siempre he sido bueno adaptándome, pero aún así me puso a dudar. Al estar en compañía de mis hijos, me acordé de mi papá y mi mamá y todas las innumerables veces que me llevaron al cine. Me puse en sus zapatos y comprendí lo que deben haber sentido.
Por otro lado, también me estremecí un poco al considerar el día que ellos –mis hijos-, al igual que “Andy”, tengan que marcharse de la casa. ¿Qué habrán sentido mis padres? ¿Qué sentiré yo? Sé que faltan muchos años, pero igual, creo que es un cambio para el que uno nunca está preparado.
Con suerte me quedarán muchos Días de los Padres por delante y muchas medias, camisas, pantalones, zapatos, películas, rasuradoras y otros “gadgets” como regalo. Sin embargo, pocos –si alguno- superarán el que me dieron el pasado fin semana. Fue una de las experiencias cinematográficas más hermosas de mi vida. Mi esposa con nuestra bebé en sus brazos, yo con mi hijo sobre mi regazo, observando el final de una increíble serie de películas y despidiéndonos de los personajes que adoramos. Sinceramente, no estaba listo para dejarlos ir, pero supongo que uno nunca lo está.