Winter’s Tale es una película tan malograda, tan ajena a lo que constituye un comprensible romance fantasioso y no un empalagoso melodrama, que parece extraído de los sueños húmedos de Nicholas Sparks –cuyas adaptaciones cinematográficas de sus libros son obras de Jane Austen al lado de esto-,  que basta con tratar de recontar su ridícula trama para corroborar que Akiva Goldsman es igual de mediocre en su debut como director que en todos sus años como guionista.

Goldsman –cuyos peores trabajos incluyen los libretos de Batman & Robin y Lost in Space- se basa en la novela homónima de Mark Helprin, así que usted dirá “quizás la culpa no sea completamente suya”.  Sin embargo, aunque no la he leído, un poco de investigación en el ciberespacio revela que el texto de 750 páginas fue severamente truncado en su transición al cine, dejando fuera porciones clave que con toda probabilidad contribuyeron a que fuera un libro digno de recibir el aval del The New York Times tras su publicación en 1983 y no el rebuscado desastre que ahora llega a las salas de cine.

Es posible aceptar cualquier invento fantástico por más absurdo que pueda parecer, pero para hacerlo tiene que haber reglas claras acerca del entorno en el que se desarrolla. Esta película no las provee. Las conversaciones entre los personajes son crípticas, con descripciones sumamente vagas de las leyes que rigen este mundo, impidiendo nuestro envolvimiento con el argumento más allá del patético romance. El libreto de Goldsman es pésimo y parece que lo escribió en el set (los terribles diálogos extendidos incluyen una discusión acerca de la pronunciación correcta de “filet” entre Colin Farrell y William Hurt) mientras que su dirección está más enfocada en la construcción visual de este cuento de hadas moderno que en la cohesión narrativa.

Farrell interpreta a “Peter Lake”, un huérfano niuyorquino que a principios del siglo 20 –y por razones jamás explicadas- decide abandonar la ganga de criminales liderada por Russell Crowe, uno de cuatro buenos actores que habían trabajado anteriormente en producciones de Goldsman y que parecían deberle favores para aceptar salir aquí. Crowe es el villano. Esto es obvio, primero, porque tiene una cicatriz en el rostro, y segundo, porque grita malévolamente –con un pésimo acento irlandés- mientras usa unas joyas holográficas (“¿ah?”) para encontrar a “Peter” cuando este se le escapa montado en un caballo volador (“¿qué?”). No pregunte, apenas estoy empezando.

El caballo mágico –tan solo una muestra de los terribles efectos especiales que plagan la cinta- lleva a “Peter” hasta la mansión de “Beverly Penn” (Jessica Brown Findlay), una joven que recita todas sus líneas como si fuese un oráculo con discapacitación mental. “Beverly” también padece de tuberculosis -una de dos enfermedades favoritas de los guionistas para forzar el drama (la segunda, el cáncer, aparece más adelante en esta historia)-, por lo que no teme a la muerte –ni a ser ultrajada- cuando “Peter” entra a su casa para robar. Al contrario, lo invita a tomar el té y Cupido hace su trabajo en cuestión de minutos.

Resulta que el malvado “Scarface” irlandés es un demonio envuelto en una eterna batalla entre el cielo y el inferno para detener los milagros (o algo así), y la unión de estos dos podría provocar uno si “Peter” logra salvar a “Beverly” de su condición, una tan severa que su fiebre es capaz de derretir la nieve al pisarla y la obliga a dormir desnuda a la intemperie para bajar la temperatura de su cuerpo. Así que el demonio hace lo lógico: le arranca la cara a un mesero y con su sangre pinta un boceto de la joven para que sus secuaces la encuentren y la maten. Conste, que es un boceto medio abstracto y de su espalda, pero igual la hallan en cuestión de segundos al ser –por lo visto- la única pelirroja en todo Manhattan.

No hay que ser un sabio para suponer que estar tan cerca de las llamas sexuales que emanan de Colin Farrell eventualmente tendría un efecto adverso en la salud de la chica convaleciente, pero Farrell es irresistible, así que quién puede culparla. Es así como la pobre “Beverly” acaba muerta en los brazos del galán tras perder su virginidad con él. Sí, leyó bien: la mujer muere de tener sexo con Colin Farrell. Es fácil imaginarse al actor leer esto en el guión y decir “por supuesto que voy a aceptar este papel”.

La segunda mitad del largometraje contiene un salto en el tiempo de unos cien años en los que “Peter” se convierte en un Highlander inmortal y amnésico (lamentablemente, sin espada), Jennifer Connelly se suma a la lista de actores “A-List” que salen aquí en papeles pequeños, risibles e insignificantes como una reportera que, al igual que el resto de las personas “normales” en esta historia, no reaccionan racionalmente a los fenómenos sobrenaturales a su alrededor, y hasta el propio Lucifer hace una aparición sorpresa  encarnado por una de las mayores estrellas de cine del planeta Tierra. La revelación del Diablo es tan accidentadamente cómica que casi, CASI, vale el precio de admisión, pero no. Mejor espere a que eventualmente la suban como un clip a Youtube. No hay por qué torturarse viendo Winter’s Tale para dos minutos de risas.

Lamento si revelé demasiado de la trama, pero, créame, le estoy haciendo un favor.