Usted se dispone a leer algo muy distinto a lo programado en mi mente. El periódico El Nuevo Día, en su edición del 17 de enero, despertó en mí un recuerdo lejano de uno de los capítulos más tristes de nuestra televisión.

Este martes 17 se cumplieron 40 años del vil asesinato del productor, locutor, actor y animador Luis Vigoreaux. Luis fue una de las figuras fundadoras y cimeras del medio televisivo. Tenía un carisma único. Un don de gente espectacular. Tenía ángel. Eso que no se compra en la farmacia y ayuda a una persona a destacarse en la profesión que eligió.

Era empático con las distintas causas benéficas y decía presente. Fue capitán de muchos telemaratones o teletones, como se le dice ahora. También prestó su voz para innumerables anuncios y hasta doblaje de series y películas.

Por ello, su partida dolió tanto. Fue en esos primeros días del lejano 1983 que Puerto Rico se paralizó. Ese día, un lunes, no transcurrió como de costumbre. Luis no llegó a su programa mañanero en la radio. Era algo extraño, pues era raro que se ausentara. Si se sentía mal o sufría algún percance, siempre buscaba la forma de cumplir o alguien que lo cubriera. Simplemente, no se presentó.

Tampoco contestaba el teléfono de su residencia. En esos años, no existía el teléfono móvil. Se utilizaban los teléfonos de las casas, el de las distintas empresas y los teléfonos públicos. La vida era más sencilla y desesperante a la vez, pues uno tardaba más en dar con los seres queridos.

Lo mismo ocurrió en Wapa. Luis no llegó a su compromiso del mediodía. Dirigía un espectáculo variado que tenía segmentos como el de “Chianita” con Ángela Meyer y el paso de comedia “La Tiendita de la Esquina” con Jacobo Morales y un sinnúmero de sólidos actores. Estaba en su cuarta década de exitosa trayectoria.

Para ese tiempo yo tenía 13 años y acudía con frecuencia a almorzar a mi casa. La escuela estaba cerca y no era tan estricta en la salida y entrada de estudiantes. En casa era religión ver los programas del mediodía de Wapa.

Ese día el ambiente era de luto. De tristeza. Ver a los que usualmente hacían reír, llorando y con rostros descompuestos, provocaba igual sentimiento al otro lado de la pantalla.

Fueron días angustiosos. Donde quiera que uno entraba, o cualquiera casa que se visitara, era tema obligado. La televisión presentaba reportajes y programas especiales. Las páginas de los periódicos traían abundante información.

Luis fue parte del pueblo y la gente se identificaba con él, en su viaje a la eternidad.

Pasado el tiempo, se supo la verdad. El cuerpo de Luis apareció en el baúl de su propio automóvil. Fue torturado. Le dieron un golpe sólido en la cabeza. Lo fisgaron con un objeto punzante.

A través de la autopsia, el país se enteró que Luis estaba vivo al momento en que David López Watts y Papo Newman le prendieron fuego a su vehículo. Sus pulmones habían aspirado humo. El solo pensar en tan terrible muerte hace poner en piel de gallina la epidermis de cualquiera.

Luis fue víctima de violencia de género. Antes no se llamaba así. Esa violencia que, tristemente, se hace más presente en nuestra sociedad. Eso que denuncia una terrible descomposición social y moral. Los problemas de pareja no se pueden solucionar con violencia. Nos queda mucho camino por recorrer antes de obtener los resultados a los que aspiramos.

El caso de Luis fue uno dramático. Tardaría tres años en tener un final, al condenarse a su exesposa Lydia Echevarría a unos 208 años de cárcel. Sin embargo, Lydia recibió una modificación de sentencia por parte de Pedro Rosselló. Eso ocurrió el 22 de diciembre de 1999.

Esa acción permitió a Echevarría solicitar libertad condicional, lo que finalmente logró. Aún vive, a sus 91 años de edad. Luis también, en el corazón de la gente que no lo olvida. Así se burla la muerte; porque no es hasta que se olvida que se muere.