Hace apenas dos días, mi nieta arribó a su primer año de vida. Además de sorprenderme con lo rápido que el tiempo dicta su paso, me llama la atención lo alerta y activa que se proyecta la chiquita de la casa.

Faltando aún poco más de dos semanas para ese primer aniversario de vida, comenzó a caminar a su antojo. Lo hacía de manera intrépida, venciendo las múltiples caídas que provoca el dar pasos de manera tan temprana.

Confieso que ha sido enriquecedor ver el proceso. Es como un enamoramiento que crece mes a mes. ¡Su carita irradia tantas cosas! Con cada caída de nalgas, mira a su alrededor buscando la reacción de todos los que la rodean. Su inocencia se proyecta mientras encuentra el apoyo para continuar su camino o por el contrario, detenerse, si es que la voz le suena a regaño. Cuando ve que se le celebra su aventura, sonríe de manera pícara y prosigue con su exploración.

Ahora tenemos que estar detrás de ella. Todo lo mira. Todo lo toca. Su boca es recipiente de todo lo que le llega a las manos. Así que hemos tenido momentos de mucho ejercicio aeróbico, pues simplemente le hace la competencia al conejito de las baterías. ¡Que energía!

Amaía es observadora. Cualquier ruido o acción inmediata de los adultos capta su atención. Les confieso que me entretengo haciendo piruetas o movimientos que ella busca imitar. Nos pasamos como media hora, yo poniendo el dedo índice en mi boca, al tiempo que provocaba el sonido del “shhhhh”. A ella, le resultó lo más simpático y pretendía copiar. Claro, muchas veces su dedo terminó dentro de la boca.

Ya saben. Cada gesto culminaba en una catarata de besos. ¡Esa inocencia no tiene precio! Su olor particular también enciende las expresiones emotivas. ¡Esa nieta me pone culitrinco de felicidad!

Estoy seguro que muchos entenderán lo que trato de describir. Es un sentimiento distinto al de mis hijos. Amaía provoca en mí contemplación. Puedo estar largos ratos solo mirándola. En ocasiones me pueden sorprender embelesado.

No sé si será el número de años en mi cuerpo, pero puedo estar largo rato siendo su escolta y no me canso. La sigo en silencio. Aplaudiendo sus pasos o hasta sus caídas. Maravillado con esa perfección que representa tener ante ti una nueva generación.

Admito también que al mirarla me aborda la culpa. En el pasado, con mis niños, podría jurar que en más de una ocasión pude haber dicho: “¡Caramba, quédate quieto, muchachito!” ¡Qué ignorante era! La impaciencia o la falta de madurez provocan que uno no admire el milagro de la vida extendida.

El pasado Día de los Padres sí estaba contento. Pero la chiquita lo único que hacía era dormir. Un año más tarde es todo lo contrario. Verla llena de vida, energía y salud es el mejor regalo. Ella me verá como un bobo que la persigue, pero yo estoy culeco.

El abuelo joven y chulito no se cansa de dar gracias a Dios y a la vida por los momentos que he pasado con mi amada nieta. Estoy listo para tomarle de la mano y ¡hacer camino al andar!