Soy de la generación en la que el teléfono estaba amarrado a un cable y yo era libre. Hoy en día es al revés. Estamos amarrados al teléfono y él móvil viaja libremente a todas partes con nosotros. Realmente, me abruma esta nueva realidad. El teléfono nos consume tiempo valioso y hace de la vida, menos divertida. Reflexione conmigo un poco sobre este particular, antes de que me brinque encima. En los tiempos en que el teléfono estaba amarrado, enamorarse era una aventura. Teníamos que cuadrar hora y día para llamar, pues ese teléfono era de todos y no de nadie en particular. Al igual que hoy, podíamos tener una larga conversación con la única diferencia que, en aquellos tiempos, los padres sulfuraban de coraje, pues tenían la práctica de medir los minutos u horas que podías pasar en la llamadita.

“¿Qué caramba pueden ustedes hablar?”, era una de las frases de reproche a la hora de cuestionar el largo tiempo de bembeteo. Era, literalmente, vivir el amor en los tiempos de cólera. Nunca faltaba el sermón que alertaba sobre lo incorrecto de hablar tanto, dado a que resultaba incierto conocer cuándo algún familiar tendría una emergencia y la necesidad de que la línea estuviera libre para comunicarse. Claro, era antes de la llamada “doble línea”, que avisaba con el tono que entraba otra llamada. Cuando era estudiante en Arecibo, un teléfono público era mi cómplice. Estaba ubicado frente a un garaje de gasolina, lo que provocaba cierto tránsito de público. Nos daba confianza el lugar, más o menos seguro por estar iluminado. Tenía que esperar un horario ya entrado en la noche para poder sentarme y aspirar a tener una conversación con algo de tiempo. Porque, de lo contrario, más temprano se formaba una fila de aspirantes a comunicarse con alguien. Esas horas “tempranas” de la noche servían para llamar a los padres o alguna otra gestión que no conllevara mucho tiempo, pues las caras largas y las miradas insistentes al reloj, alertaban la demora innecesaria en el teléfono.

La llamada era “collect”, pues de otra forma no se podía aspirar a estar un tiempo prolongado. Esta anécdota siempre le dibuja una sonrisa a mi hija Génesis, ya que en su modernidad, no concibe la no existencia del teléfono móvil. Sin embargo, esa llamada tenía misticismo, pues era deseada todo el día. Uno camina con el tuqui-tuqui del corazón listo para dar el reporte del día y al otro lado del teléfono, ella reciprocar de la misma forma. El celular nos robó esa emoción. Nos robó también el ejercicio de memorizar números importantes. Ahora prácticamente nadie se acuerda de memoria más de cinco números telefónicos. En mi juventud, nosotros podíamos recitar más de 20 números telefónicos y hasta más. De igual forma, se hacía el esfuerzo de aprender atajos para evitar el tapón o memorizar rutas para llegar a distintos lugares. Era divertido perderse y encontrar aquel ciudadano, quien te orientaba diciendo “que tres curvas más alante verías un palo de mangó y ahí doblarías a la derecha y llegarías al destino”. Claro, el gentil ciudadano olvidaba decirte que las tres curvas estaban llegando al “carajo”. Pero era tema de conversación, de furia momentánea y de anécdota más tarde. Ahora el GPS guarda todo eso y Alexa te entretiene con sus instrucciones. La tecnología ha hecho que existan las redes sociales. Pasamos horas leyendo barrabasadas en Facebook, Twitter y muchas otras. El teléfono móvil, incluso, contabiliza el tiempo que pasas pegado a él. Si sumas las horas, ¿sabes cuántos libros hubiesen estado a tu alcance con un contenido más importante que muchas de las charrerías que consumimos? No interprete que soy un purista santurrón. Nada de eso. Me gustan las redes sociales y las patrocino. Pero la verdad, es la verdad. Nos han divorciado de la buena literatura. Igual pasa con la fotografía. Era un arte para algunos y un ‘hobbie’ para otros. Ahora la cámara viaja con nosotros. Nos facilita mucho, pero hay que aceptar que se llevó consigo la adrenalina de tirar el rollo y luego enviarlo a revelar. Esperar obtener el resultado en una hoja fotográfica. Celebrar las fotos que quedaron buenas. Enfogonarnos con las que salieron mal, ya sea porque cerramos los ojos o estaba fuera de foco. Tampoco podía faltar el dedo. ¿Quién no tomó una foto en la que el dedo pulgar o índice se metió en el medio? ¡Eso sí que sacaba a uno por el techo! Nada, hoy me invadió la nostalgia y le digo a usted, amigo lector, que mi vida era más feliz cuando era libre y el que estaba amarrado era el teléfono. Tiempos que no volverán.