Mis queridos amigos, el tiempo pasa y no es en vano. Esta semana, mi nieta Amaia cumplió dos años de vida. ¡Increíble! Parece que fue un simple pestañeo desde el primer momento en que estuvo en mis brazos.

La abuelitud es otra cosa. Es un revisar de la vida. Es mirar a tus hijos y verlos nuevamente convertidos en niños. El paso del tiempo te otorga la madurez de valorar ese momento. De prestar atención a lo que antes era una “bobería”, pero que no te quieres perder.

Maravillarte con la creación y disfrutar a un ser humano en su etapa más tierna y frágil a la vez. Amaia apenas puede formular una frase. Está en ese caminar de lanzar palabras, acompañado de un fraseo que parece lenguaje marciano.

Yo simplemente le sigo la corriente. Es más, empiezo a conversar con ella. El que me ve a lo lejos, pensará: “¡que soy tan pendejo! ¿pero sabe qué?, no me importa. Me lo estoy gozando.

Pero ello, no es todo. Usted debiera ver el “churreteo” que se me forma cuando quiere caminar y me estira la mano. Bueno, es una manita. Chiquita y suave. Solo alcanza para apretar el dedo índice. Lo aprieta fuerte y más “culillo”. Ahí empezamos, otra vez, esa conversación que ella lanza y yo no entiendo. Sin embargo, es un momento que hace vibrar mi corazón.

Con los años me he puesto más blandito. La simpleza de las cosas de mis nietos me hacen brotar lágrimas. También ha crecido mi indignación. Simplemente no puedo pasar por alto algunas cosas.

En mi trabajo, pocas veces, puedo seleccionar lo que voy hacer. Existe todo tipo de noticias. La que intriga, indigna, la que emociona o aquella que simplemente cubres por cubrir, llenar un blanco. También las despreciables y repugnantes, como la del maltrato de los niños.

Les confieso que esas me revuelcan el estómago. Me provoca tal coraje, que me da un trabajo terrible recuperar la compostura. Conozco que la salud mental está de mal en peor en la sociedad moderna. No es exclusiva de Puerto Rico y en ocasiones podemos acusar que en los Estados Unidos y otros países se da un nivel de maltrato que pudiéramos decir que es en “esteroides”.

Eso lo podemos estipular. Pero a mí me importa mi 100 x 35. No puedo encontrar explicación o justificación para que un cerebro humano encuentre placer sexual en un niño. Mucho menos cuando se trata de tu hijo o de tu nieto. Esto merece el peor castigo de la vida. Muchos dicen que la pena de muerte. No concurro.

Estas personas merecen un encierro de por vida y si por mi fuera, con bastante sufrimiento. Los veo y los escucho, pero no los puede entender.

El caso de la pequeña April me “desbarató”. Tenía 2 años. La misma edad que mi Amaia. Cuando compartía la noticia era inevitable que la imagen de mi nieta me llegara a la mente. Repasaba su inocencia. Su tierno mirar. La diatriba del lenguaje y sobre todo, su manita. Aquella que me aprieta el dedo con seguridad.

La niña que me miraba. La que seguía caminando sin saber a dónde, pero en plena confianza, en que el señor del dedo la llevaría a un buen lugar.

Al terminar esa tarde de domingo, se la entregué al papá. Amaia irrumpió en llanto. No quería dejarme ir. Quería seguir “jangueando” agarrada de mi dedo. No la culpo. Ese señor se babea y la complace en todo. Mi hijo me regaña diciéndome que no la consienta tanto, pero a mí me resbala.

Lo que me queda claro es que, de cara al futuro, en algún momento tendré que contarle la historia de April. Se me hará un nudo en la garganta. Ella no tendrá la oportunidad de crecer. Ella no tendrá la oportunidad de apretar con su pequeña mano el dedo de alguien que de verdad la amara y valorara su presencia terrenal. Todos debemos repensar el momento en que vivimos y qué nos pasa cómo sociedad. Nuestros niños no se merecen el Puerto Rico que le estamos legando...