Nuestra principal corporación pública, la Autoridad de Energía Eléctrica, es simple y sencillamente un milagro. Es un milagro que esté operando y un milagro que brinde algún tipo de servicio ciudadano a estas alturas del juego.

Esta utilidad que data de 1941 fue responsable, en un principio, de modernizar a Puerto Rico proveyendo electricidad en cada rincón de nuestra isla. Su misión social superó la del lucro, pues llevar este servicio a los más lejanos confines, sorteando los retos geográficos y de carreteras de la época, representaba un costo elevado. Jamás se hubiese electrificado el país si el lucro estuviera planteado en la mesa.

Gracias a ese compromiso social, la Isla pudo desarrollarse y el quinqué pasó a un segundo plano. En mayor o menor grado todos tuvimos el beneficio del interruptor. No tan solo se benefició el ciudadano, sino que se dio un acelerado desarrollo industrial. Se planificó el desarrollo de plantas hidroeléctricas que combinarían la misión de mover esos generadores para crear la electricidad. En fin, todo marchaba sobre ruedas.

Ahora bien, usted se preguntará, ¿y qué pasó? Simple, surgió el bipartidismo y la alternancia de poder llenó de politiquería el lugar y ese es el gran problema. En Puerto Rico, nunca aprendimos la diferencia de política vs. politiquería. La primera es saludable y necesaria, pues le permite al ciudadano tener dos o más corrientes filosóficas de gobernanza, pero en su lugar comenzó el asalto político. Comenzamos a acomodar la agencia al servicio del grupo de turno. De esa forma llegó gente poco capacitada. No se tomaron las mejores decisiones, se apostó al combustible, al petróleo y sus derivados. Se abandonaron las hidroeléctricas y la infraestructura en general.

Los altos contratos a vampiros conectados con el partido aceleraron el desangre unido al apetito voraz de hacer préstamos para invertirlos mal. En fin, una larga lista de ingredientes que nos trajo hasta donde estamos. Tenemos un sistema viejo, maltratado e ineficiente. Para poner la tapa al pomo, desarrollamos la costumbre de cambiar directores ejecutivos como si se tratara de toallas desechables.

El Nuevo Día, en su edición del martes 4 de agosto, compartió una gráfica que hiere la retina. En la misma se establece que de enero de 2009 hasta este mes de agosto de 2020, la autoridad habrá contado con 10 directores ejecutivos. Eso es algo inaudito. Con tanto cambio es imposible establecer una política pública coherente y eso explica la razón de su quiebra.

Una vez cumplido el propósito histórico de energizar la Isla e impulsar su desarrollo económico, la Autoridad tenía que cambiar su punto de vista gerencial. Era manejar la entidad como un negocio, creando un balance de entrada de dinero que permitiera el mantenimiento de la utilidad, la modernidad del sistema y su desarrollo futuro. Que no tengamos que temblar de rodillas cada vez que se anuncia un sistema atmosférico, pues ya sabemos que tendremos días largos sin luz.

La politiquería asesinó la esperanza de poder contar con una autoridad que pudiera seguir cumpliendo su rol social y a su vez la continuación de nuestro desarrollo económico. En su lugar pone a prueba nuestro corazón en cada factura, pues muchos infartan al ver el cobro del mes.

Muchos de esos directores no calentaron bien la silla y mucho menos averiguaron dónde estaba el baño. Resbalamos en la fácil, nos tragamos el cuento de que todo tenía solución sacando al director de turno. De esa forma no se combate ese cáncer. Es como quitar el pañal, pero no limpiar al muchacho, pues tendrá un “pamper” nuevo, pero en su interior sigue el sucio maloliente.

Cuando usted lee con detenimiento el crimen administrativo que se ha cometido en la Autoridad de Energía Eléctrica a través de su historia, tiene que llegar a la conclusión que la AEE es un templo religioso, pues solo Dios sabe cómo ha podido funcionar hasta nuestros días.