Por primera vez en 11 años, no pude cumplir con mi compromiso semanal que Primera Hora me permite para desahogarme. Tengo la manía o mala costumbre de esperar las horas de la tarde del martes, para escribir mi pensar sobre diversos temas. Lo hago sabiendo que, rarísimas veces, las circunstancias del momento cambian el tema que acaricio hace días.

Sin embargo, el martes 11 de octubre fue uno distinto. Mi vesícula se confabuló para cambiar mi agenda de trabajo. Lo peor del asunto era que estaba advertido desde enero de 2021 que mi vesícula albergaba una buena cantidad de piedras o cálculos biliares, como le gusta a los médicos mencionar, para darse el “chick” de sus estudios académicos.

Pero, como realmente no molestaban, omití la recomendación médica para extraerlas. De todos modos, no estaba muy inclinado a renunciar a su labor para procesar las “ricas grasas” de la carne frita, las chuletas, el lechón de Guavate y, por supuesto, las morcillas.

Mucho duró mi suerte, que por espacio de un año y 10 meses continuó con su labor. Soy glotón. Lo admito. Me encanta comer y me paso en una batalla campal con el peso. Peleo con mis cachetes cada vez que se quieren salir de la pantalla, pero me arrastro con facilidad a cualquier suculento plato.

Mi desventura inició el sábado, 8 de octubre. Llegué bastante “esmayaíto” de un compromiso laboral en Aguadilla. Mi esposa Glenda, había organizado el “baby shower” de una de nuestras comadres. En el salón estaba servida la mesa con unas sabrosas pechuguitas en salsa, medallones de cerdo y un arroz “ajibara’o” con amarillitos incluidos. Me serví una generosa porción, la cual fue devorada con gusto.

Ya por la noche se me pegó un “jelengue” en el estómago que para qué les cuento. Los meneítos intestinales estaban acompañados de flatulencias que trataba de disimular, poniendo cara de quién podría ser el autor de semejante grosería.

El domingo no fue mejor. El “jelengue” pasó a un jala jala. Mi diagnóstico de médico brujo acusaba de que sufría de una indigestión. Para ello, recurrí a los remedios caseros u “over the counter” pasando del Malox al Peptobismol. Mis recetas resultaron poco efectivas y ya para el lunes, las flatulencias estaban acompañadas de eructos con olores objetables. Sin embargo, no me rendía. Fui a trabajar a Noti Uno y a Wapa. Pude sortear la noche para arribar al martes que me llevó a la rendición final.

Ese día amanecí con el abdomen inflado y en mi interior sentía gran cantidad de líquido, que se movía de lado a lado en un sonoro, “glu glu”. Ya el dolor aparecía y finalmente, tiré la toalla pasada las 11 de la mañana.

Mi destino fue el hospital. Glenda acusa con certeza, que para que pida ir a un hospital es que me tenía que sentir horrible. No se equivocaba. A las pocas horas de mi arribo, la boca se comunicó con mi estómago y lo que salió fue una cascada. ¡Jamás, imaginaba yo que se podía almacenar tanto líquido en el interior de un ser humano!

Luego de pasear todos los salones de estudio y salas del Auxilio Mutuo, llegaron a la conclusión de que la vesícula era la causa del asunto. En un principio barajearon también la posibilidad de que abría que apuntar la apéndice también. El diagnóstico abonó a que mi cara se tornara jincha. La conclusión me tenía “cagao” del miedo.

El miércoles 12, mientras muchos debatían sobre la aportación del Almirante Colón al nuevo mundo, a mí me metían en una sala de operaciones. Era la primera vez que experimentaba la experiencia de una intervención quirúrgica. Lo más cercano fue la vasectomía y fue en la propia oficina del doctor. Allí mi única preocupación era que el doctor se sonriera al ver la escasez que riñe la gran cantidad de descendientes que he colaborado en traer a este mundo.

Acá era otra cosa. Un gentío. Enfermeras, los doctores, el que trabaja con la anestesia. Y yo allí en aquella sala fría y blanca. Miraba las lámparas, las luces del techo. Lo limpio del lugar a pesar de que allí cortaban y abrían carne. La sangre no era visible y tampoco se expide mal olor.

Pero eso, en lugar de tranquilizarme, más nervios me daba. Eso de andar con una bata de papel con las nalguitas al aire me ponía culitrinco. Allí estaba yo pensando, hasta que me fui con los Panchos. Para mí fue un abrir y cerrar de ojos, pero pasaron par de horas. Me cuentan que desperté tirando patadas y puños estilo “Kung Fu Panda”.

Hasta ahora, la recuperación ha sido de show. Ya me he ido reintegrando poco a poco. ¡Gracias a los doctores Escribano y Fernando Ramos, por sus atenciones! A Glenda, mi mejor enfermera. A todos los amigos que me desearon pronta recuperación, un abrazo. A mi jefa Ana Enid en Primera Hora y mi colega Karol Sepúlveda, gracias por la solidaridad. Y a ustedes que de manera reiterada toman de su tiempo para leer lo que escribo, gracias también. Mis excusas por no llegar a la cita de la semana pasada. Trataré de que no se repita.