Los números del coronavirus en Puerto Rico han estado mostrando un alza desde hace varias semanas. Primero, la tasa de positividad se fue elevando paulatinamente. Las cifras ya superan el 23% y los contagiados engrosan los datos del Departamento de Salud. En un principio, el renglón de las hospitalizaciones se había mantenido estable. Los ingresados en las distintas instituciones hospitalarias no representaban números para alarmarse. Pero, todo cambió. Se ha visto un aumento en personas recluidas y ya el martes rondaba en las 200.

Es de conocimiento que todo ello es materia de debate entre la comunidad científica y las autoridades gubernamentales. Estos últimos rehúyen retornar las restricciones, mientras los primeros comentan los repuntes en China y otros países a modo de advertencia.

Un anuncio sobre el uso de las mascarillas creó confusión. Unos interpretaron que la orden de utilizar los cubre bocas en lugares cerrados, con más de mil personas, era compulsorio. El pasado fin de semana fue uno festivo, pues se dieron al menos tres conciertos multitudinarios. El primero reunió a los amantes del pop rock en español. El segundo explotó el Coliseo José Miguel Agrelot cuando Juan Luis Guerra los puso a bailar a todos. Finalmente, Carolina albergó un evento del género urbano que también convocó a miles de personas. En los tres se levantó la preocupación del pobre uso de las mascarillas. Y la pregunta en común: ¿la intervención del Departamento de Salud? Es ahí, cuando se descubre que lo compulsorio era meramente una sugerencia.

Puedo entender la presión que se ejerce desde el punto de vista económico. El sector del entretenimiento fue barrido por la pandemia. La cancelación de los eventos representó un roto predecible en los bolsillos de empresarios y artistas. No obstante, es necesario coordinar esfuerzos un poco más contundentes. Es correcto que se tienen las herramientas de las vacunas. Es correcto que se tienen las medicinas para atender a los pacientes que llegan a los hospitales. Es cierto que tenemos una sociedad que lleva dos años experimentando la realidad del coronavirus. Pero no se puede ser tan laxo.

Confiamos en nuestros adultos y su sentido común y ya vemos por dónde andamos. Sin embargo, queremos ser fuertes con nuestros niños y jóvenes. El COVID-19 ha impactado el aspecto emocional de ese sector. No tan solo los sumergió en las lagunas de un sistema online que fomentó el rezago académico. Se cortó el proceso de socialización. Se condenó a muchos a los ambientes tóxicos de hogares con problemas. Los registros de enfermedades mentales y emocionales meten miedo.

Desde mi punto de vista, es mejor mantener las actividades escolares, recreativas y deportivas al aire libre que cancelarlas. ¡No me venga a decir que podemos dar luz verde a un concierto de 15,000 personas en el Choliseo, pero debemos cancelar una graduación! Con mascarillas, medidas sanitarias conocidas y hasta con distanciamiento podemos permitir esta festividad. Esta generación que ha enfrentado encierros, terremotos, huracanes y el coronavirus es lo menos que se merece. Por eso aplaudo al Secretario de Educación que no fue ligerito a meterle guillotina a estos eventos, tras los pedidos de las autoridades sanitarias.

No se puede tener una política de acordeón. Si se trabajó con éxito con el grupo médico científico en los peores momentos de la pandemia, no veo por qué no se pueda trabajar de igual forma con esta potencial tercer ola del COVID-19.

Pongamos atención a nuestros menores. Esa generación es la que ocupará nuestros espacios en los años venideros y se encuentra lacerada. Meditemos ante este nuevo reto.