¡Viajar es un placer! De seguro es una frase que muchos han escuchado. Pero lejos de la felicidad que brinda el poder llegar a otros lugares del mundo o, simplemente, conectar con familiares ubicados en distintas regiones, viajar es todo un reto.

Este año planificamos un viaje fuera de lo común. Aprovechando que tenía unos 43 días de vacaciones, me aventuré a complacer los pedidos de mi comadre. Ella es de las boricuas que, anualmente, acude a esos lugares fríos y vistosos donde se puede esquiar. ¡Ja! ¡Y que esquiar! Eso nunca ha estado en mi radar. Sin embargo, Glenda y Génesis se confabularon y perdí ese colegio electoral en votación de 2 a 1. Así que accedí a complacer a las dos jefas de la casa.

El lugar seleccionado fue el norteño Vermont. Más allá de saber que está cercano a Boston y al sur de Canadá, no sabía nada del lugar. Las “chicas” programaron sus clases de esquí y hasta un paseo con trineo tirados por perros. A lo primero le huí. No fui bueno patinando, tenía un terrible problema de balance que propiciaba que estuviera más en el piso que sobre ruedas. Así que no me veo tirándome con “unas tablas” amarradas a mis pies por una jalda blanca. Mi bagaje utuadeño es de nalguitas y tirándome sobre “yaguas” en verdes montes. Huyéndole a tal aventura, dediqué mi tiempo a planificar los vuelos. Para llegar a nuestro destino teníamos que hacer escalas. Tres, para ser específico.

“¡Tres en un día!”, exclamaron al unísono y me volvieron a derrotar 2 a 1. Traté de usar argumentos a ver si se me pegaba algo de Edwin Mundo, pero no. No pude encontrar una unidad 77 que me permitiera derrotar tal protesta. Así que, nada, planifiqué y añadí un día para poder salir. Salimos el día primero del año rumbo al municipio 79. Llegamos a Orlando y nos quedamos en el hotel del aeropuerto que ubica en el terminal principal, que ya no es fastuoso como el moderno terminal C.

Todo marchaba a la perfección. Cenamos chévere. Dormimos como un lirón hasta la hora de levantarnos. ¡Estamos en el aeropuerto y a pasos del terminal!, pensamos. Dos horas es suficiente para nuestro vuelo doméstico a Newark y luego el vuelo a Vermont. ¡Qué equivocados estábamos! Ese lunes feriado, a media humanidad le dio con viajar al “cantío” del gallo. Llegamos al punto de encuentro con nuestros amigos y la fila era kilométrica. Miraba el reloj como buscando detener el tiempo. Los minutos desaparecían de manera acelerada. “¡Carajo!, no camines tan rápido”, le decía al teléfono como tratando de sabotear el ritmo acelerado del padre tiempo.

En el bonche, nos dábamos ánimos. “Ah, tranquilo, que todo está bien, tenemos tiempo”. Por fin llegamos a la mesa donde dejaríamos las maletas grandes y una vez se fueron por las correas, nos fuimos a paso acelerado para enfrentar el TSA. Si en las zonas del “check in”, la fila era intimidante, en los pórticos del TSA era descomunal. Debíamos entrar por el terminal B y la fila llegaba al terminal A cruzando el largo pasillo que alberga tiendas, así como el amplio “food court”. Volví a mirar el reloj y me parecía el cronómetro de Javier Culson en los 400 metros con vallas. Todos nos miramos. Nadie quería verbalizar lo que se pensaba. Esa frase pequeña y tan significativa que dice tanto. ¡Nos jodimos!

La rapidez nunca llegó. Más de una hora pasamos antes de divisar el punto de cotejo. El tiempo estaba en nuestra contra y las dos horas, prácticamente, habían desaparecido. La comadre se adelantó, le soltó las botas al marido y se fue corriendo en medias para tratar de llegar al terminal y suplicar clemencia. Ella llegó a tiempo. Trató de explicar. “Sí, sabemos que es un caos allá afuera, pero nos vamos. Usted puede montarse”. Le espepitó un cubanazo de la línea aérea. “Es que somos ocho y vienen de camino”. Le dijo la comadre. “Si, entiendo, pero nos vamos y no los veo”. Acto seguido procedió a cerrar la puerta que da acceso al embarque. A los pocos minutos llegaba el grupo que corrió tipo estampida, solo para enterarnos del fatal final. Se había perdido el vuelo y con él, la conexión. Las alternativas eran de escanear un código para solicitar ayuda. En el counter de la línea, una vez terminado el embarque, recogieron y se fueron. Más de 15 personas de ese vuelo habían caído en la redada. Lo mismo pasó con otras líneas.

El lunes no pintaba bien. Lo que más nos aterró a todos fue que las maletas sí lograron salir. Eso quería decir que llegarían a Vermont con todo su contenido. Eso me puso culitrinco, como dice mi amiga Uka.

Terminamos en Chicago en horas de la noche con la esperanza de viajar el martes a Vermont. Tres días. Tres vuelos. Desde aquí les escribo mi columna.

¡Qué placentero es viajar! ¡Sí, claro! Lo demás se los contaré la semana que viene. ¡Feliz Día de Reyes!