Se ha suscitado un debate a raíz de una propuesta que presentó una representante en nombre de la “dignidad”, un proyecto que, definitivamente, no representa dignidad alguna, sin embargo atenta contra la dignidad humana. Me refiero al afán de querer criminalizar el arte del transformismo.

Ya puedo imaginar los comentarios atacando mi columna, pero antes de pasar cualquier juicio solo por leer este primer párrafo, es menester leer la reflexión completa.

El argumento de la representante es prohibir el transformismo por su lenguaje, en cambio, no condena a los actores que durante años llevan representando personajes femeninos. ¿Entonces, qué diferencia hay?

Vayamos al principio de la historia del teatro en Grecia, partiendo de la premisa de que el teatro existe desde los principios de la humanidad misma.

Hago esta referencia, pues como mencioné al inicio de esta columna de opinión, el transformismo es una expresión artística. La misma ha existido desde siempre, pues en los inicios del teatro, a las mujeres no se les permitía actuar, por lo que eran los hombres a quienes les correspondía interpretar todos los personajes, ya fueran masculinos o femeninos. Las mujeres no podían participar en las representaciones teatrales, ya que se pensaba que no debían tener un papel protagónico dentro de los templos, ni en las tramas derivadas de la Biblia (constructo patriarcal).

Entonces eran los hombres quienes tenían la responsabilidad de la representación de todos los personajes. Para lograr esto, el adiestramiento físico que recibían era con la gracia de un bailarín.

El actor griego solía llevar como vestimenta: peluca, máscara y una túnica. Solo en la representación de las tragedias los actores se ponían unos coturnos o una especie de zuecos altos, que simbolizaban la superioridad de los personajes (héroes y dioses) que aparecían en el escenario. Las mujeres aparecen en la escena teatral para 1560, pues existe un contrato firmado en Roma en 1564 que figura como documento probatorio de la presencia de una mujer en una compañía de actores profesionales.

Hago toda esta referencia histórica para comprender la importancia de hablar con conocimiento de causa. Me parece irresponsable que se quiera presentar una medida en nombre de la “dignidad” cuando no se tienen los argumentos correctos.

Recuerdo que cuando era niña alucinaba con el trabajo de Johnny Ray, y su programa “Esto no es un show”. Eran los años 90 y su histrionismo se hacía sentir semana tras semana en televisión nacional. Cuando reflexiono sobre eso, pienso en lo adelantado que estábamos. En cambio, ahora en pleno siglo 21, todavía hay quienes no comprenden que el travestismo o transformismo es en sí una expresión artística.

El travestismo es una práctica de larga trayectoria cuyo propósito no siempre ha sido exclusivamente el entretenimiento voyerista. Las personas que han optado por este estilo de vida performático han sido perseguidas, maltratadas, humilladas, oprimidas, ninguneadas y olvidadas a través de la historia. Y a pesar que al día de hoy hay aún mayor información sobre las prácticas “queer”, la persecución continúa y lo vemos con los proyectos de ley que atentan contra los artistas del transformismo.

Me parece que al día de hoy son otros los problemas que nos aquejan como país, y a los cuales urge prestar atención.

En lugar de querer estar buscándole la quinta pata al gato, debemos radicar proyectos de ley que solidifiquen la educación pública de nuestro país, estrategias para erradicar la violencia, proyectos que eliminen de una buena vez y por otras la corrupción, cáncer que nos corrompe, etc., etc., etc.

Es momento de prestar atención a lo que merece, pues para eso algunos votaron por usted, representante. Basta ya de fomentar el discrimen.