No siempre llamamos las cosas por su nombre por miedo a ofender. Solemos adornar las palabras, maquillarlas, suavizarlas, para que ‘no suenen mal’.

Por ejemplo, aún hoy día, en pleno siglo XXI, hay quienes se les hace muy difícil decir que una persona es negra. Si tenemos que hacerlo, buscamos cómo decirlo para que nadie se ofenda. En ocasiones tratamos de quitarle fuerza a la palabra mediante el uso del diminutivo (“es una persona ‘negrita’ u ‘oscurita’”), o le buscamos la vuelta al decir que “es una persona ‘de color’”.

¿Por qué nos cuesta llamar las cosas por su nombre?

En el caso de los colores, no cabe duda de que existe un estigma heredado con el negro, a tal grado que se ve reflejado en nuestras expresiones cotidianas. Decimos que un día nefasto es un ‘día negro’; que una persona malévola tiene ‘negras intenciones’; que cuando tu trabajo es arduo, trabajas ‘como un negro’; que si te apartas de los valores del hogar eres ‘la oveja negra’ de la familia; que, si hubo una conspiración, hubo ‘mano negra’. La blancura es sinónimo de pureza (el traje de novia), mientras que la negrura es sinónimo de ilegalidad (el mercado negro).

Por lo tanto, durante toda nuestra vida, hemos estado rodeados de expresiones que denigran todo lo que es oscuro, heredadas luego de siglos de atropellos y racismos en contra de las personas de raza negra. Ese estigma es lo que nos produce dificultad en llamar, hoy día, las cosas por su nombre.

Mi sugerencia: no temamos en decirle negro al negro, al igual que le llamamos, sin problema, blanco al blanco. La falta de prejuicios se demuestra mediante el uso natural de las palabras que describen a una persona. “María es blanca y Juan es negro”. Es fácil.

Ese disfraz que les ponemos a las palabras se conoce como ‘eufemismo’. La Real Academia Española lo define como “Manifestación suave y decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”.

Los otros días andaba buscando un borrador para una pizarra y le pregunté a un colega si sabía dónde había uno. Me contestó: “No sé, pero entra al salón y pregúntale al ingeniero de mantenimiento”. “¿Al ingeniero de mantenimiento?”, le cuestioné. “Sí, el señor a cargo de la limpieza”, me dijo. No lo podía creer… el colega se refería al conserje. ¿Por qué no pudo decir ‘conserje’? ¿Por qué tuvo que inventarse un nombre para sustituir el correcto? ¿Es que ser conserje es malo y ser ingeniero es bueno? El señor a cargo de la limpieza es un conserje, y no hay nada denigrante en serlo. Ahora bien, cuando nos inventamos eufemismos para referirnos a un oficio noble por el temor infundado de ofender, ahí es que denotamos prejuicio.

Llamemos las cosas por su nombre.

Estamos rodeados de eufemismos. A los jóvenes les llamamos por su nombre, pero a los viejos no. Como si fuera malo ser viejo. Ahora son de ‘la edad dorada’ o ‘de la tercera edad’.

Ya no nos morimos… ‘pasamos a mejor vida’ o ‘dormimos el sueño eterno’.

¡Se acabaron los despidos! Ahora se hacen ‘reducciones de personal’.

En las guerras (o su eufemismo: ‘conflictos armados’), ya no se menciona sobre la muerte de inocentes en caso de que una bomba caiga sobre un hospital o una escuela. Se deshumaniza el suceso al decir que hubo ‘daños colaterales’.

Y en España, escuché en televisión que se referían a la basura como ‘residuos sólidos urbanos’.

En fin, evitemos los eufemismos.

Al pan, pan y al vino, vino.