Es un milagro que me gusten tanto los temas del lenguaje.

Las clases de español, a lo largo de mis años escolares, parecían estar fríamente diseñadas para crear un odio colectivo por esa materia.

“Para mañana deben venir todos preparados para recitar las preposiciones al frente de la clase”, recuerdo las palabras de mi maestra en elemental.

“A, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde…”.

¡Qué letanía!

Siempre me preguntaba para qué servía memorizar esas preposiciones. ¿No sería mejor entender su propósito dentro de una oración para, simplemente, reconocerlas cuando me topara con alguna? Al final, no es necesario que recite como el papagayo todos los verbos que existen para poder reconocerlos dentro de una oración. ¿La palabra describe una acción? Es un verbo.

Y hablando de verbos… ¡qué mucho odié los subjuntivos, los imperfectos y los pluscuamperfectos! Había que aprenderse las tablas de conjugaciones de memoria, igual que las fechas y los nombres de tantos personajes históricos para luego devolverlos en algún examen de llena blancos.

¡Qué mala pedagogía!

La historia, al igual que el español y que cualquier otra materia, solo se aprende en la medida en que despiertes al gigante dormido que vive ignorado en la mente de los niños: la curiosidad.

Las clases de historia de Puerto Rico comenzaban, por supuesto, con los taínos y de ahí seguía con la cronología, década por década, siglo por siglo, hasta nuestros días. Nuestros niños se preguntarán: “Y todo esto que pasó hace tantos años, ¿qué tiene que ver conmigo?

Hay que conectar. La historia no se puede enseñar de manera cronológica.

Para que un estudiante le vea la tostada a todo lo pasado tiene que haber una conexión con su presente.

Si me vas a contar la historia de los moros que estuvieron casi 800 años en la península Ibérica, el punto de partida debe ser el ahora.

¿Sabías que 4000 palabras que dices hoy día vienen del árabe? ¿Te has preguntado por qué cuando dices ‘ojalá’ estás, en realidad, clamando a Alá, el dios musulmán? La respuesta está en que los moros estuvieron por muchos siglos en el territorio que hoy es España y, por ende, nuestra cultura está muy influenciada por la cultura árabe. Ven, te voy a contar…

Y por ahí sigue. Si conectas con la realidad de los estudiantes, despiertas su curiosidad y están más propensos a abrir los oídos y la mente para entender la historia.

Lo mismo pasa con la enseñanza del español. No pretendamos servirles a los jóvenes una retahíla de teorías lingüísticas si no las asociamos con su presente, con su entorno, con su realidad.

Las reglas de acentuación, por ejemplo, son muy importantes, pero ¿cómo podemos lograr que se las aprendan sin que parezca que les estamos sirviendo un purgante?

Tal vez la solución esté en la metodología de enseñanza. El aprendizaje activo, basado en la práctica, está comprobado que funciona. Se aprende haciendo y, si en el proceso podemos divertirnos, mejor todavía.

Hagamos, por ejemplo, una competencia con nuestros estudiantes en que con sus celulares (porque hoy día todo el mundo tiene uno) salgan a la calle a ‘pescar’ rótulos con errores ortográficos. Hay un montón: Puerto Rico es una fuente inagotable de disparates. El estudiante que más ‘horrores’ encuentre, gana.

El ser humano es competitivo por naturaleza y, con tal de ganar, se aprenden las reglas, abren sus ojos al mundo y pescan los errores. Luego, presentan ante la clase para probar sus conocimientos.

Seamos creativos, revisemos nuestras metodologías pedagógicas y despertemos la curiosidad de los jóvenes. Necesitamos una generación que conozca y ame su historia y su idioma...