No sé tú, pero me cuesta resistirme a un buen pan. Y no hablo solo de comerlo —aunque confieso que, si el pan está calientito y crujiente, pierdo toda fuerza de voluntad—. Me refiero al pan como símbolo, como historia, como palabra cargada de significado.

El pan ha estado en nuestras mesas desde tiempos antiguos, pero también en nuestros labios. Está presente en el lenguaje, en la cultura, en la espiritualidad y, claro, en la política. Pocos alimentos han sido tan universales y, a la vez, tan simbólicos.

Mi mamá admiraba a mi papá porque él sabía “ganarse el pan con el sudor de su frente”. Esa frase siempre me sonó seria, casi bíblica. Con los años, supe que estaba inspirada, precisamente, de la Biblia, ese libro que ha elevado al pan al nivel de metáfora sagrada; así lo recita el Padre Nuestro: “Danos hoy el pan nuestro de cada día”. No hay cristiano que no haya pronunciado esas palabras alguna vez.

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Pero el pan no es solo espiritualidad; también es protesta. Durante la Revolución Francesa, el pan fue símbolo de la crisis. Los precios estaban por las nubes, la gente tenía hambre y, en medio de ese caos, supuestamente la reina María Antonieta dijo con desprecio: “Si no tienen pan, que coman bizcocho”. Esa frase, aunque probablemente nunca la dijo, quedó grabada en la historia como muestra de desconexión entre el poder y el pueblo.

Y en Puerto Rico, también el pan ha sido estandarte de lucha. El lema del Partido Popular Democrático —“Pan, Tierra y Libertad”— no fue casualidad. Pan para alimentar, tierra para sembrar y libertad para vivir con dignidad. Tres palabras simples que resumen un anhelo colectivo.

A mí siempre me ha fascinado cómo el pan ha amasado también nuestro lenguaje. Decimos que alguien “es más bueno que el pan”. O la célebre: “Al pan, pan y al vino, vino”, que nos invita a hablar claro, sin rodeos. Yo trato de vivir así. Aunque confieso que a veces, por diplomacia, uno le da más vueltas a las cosas que a una trenza de pan dulce.

¿Y qué me dices de Marcelino, pan y vino? Esa película que muchos vimos de pequeños, con un niño huérfano, un Cristo que cobra vida y ese pan que se convierte en acto de fe y ternura. A mí me marcó. Aún hoy, cada vez que alguien parte un pedazo de pan y lo comparte, siento que ahí hay algo más que alimento: hay vínculo.

Hay, también, una frase que usamos con más ligereza: “No solo de pan vive el hombre”. Y es cierto. También vivimos de palabras, de afecto, de arte, de ideas, de risas y de amor. Pero no podemos negar que el pan ha sido base de la supervivencia humana. Ha unido familias, ha movido economías, ha motivado revoluciones… y ha inspirado frases.

Una de ellas, en la antigua Roma, decía “pan y circo”. Fue usada como estrategia política para mantener a los ciudadanos distraídos de los verdaderos problemas que los aquejaban y evitar que se cuestionara el gobierno. Se realizaban espectáculos y se proveían placeres inmediatos, incluyendo el pan, para calmar el descontento de la gente. ¿Te suena familiar la estrategia?

Y si de pan se trata, yo tengo mi favorito. No es el más saludable, lo sé, pero nuestro pan sobao, recién salido del horno, con mantequilla derretida… ese tiene el poder de calmar tristezas. Hay días en los que uno no necesita más que eso: un buen café con un pan calientito.

Seamos felices ahora, no sea que algún día se nos acabe el pan de piquito…