Los desacuerdos y los malentendidos son parte de la condición humana.

Surgen de la mirada hacia adentro de uno mismo, de un encierro de perspectiva y son incapaces de desaparecer a menos que cambiemos el foco hacia afuera, hacia el otro.

Para ello, nuestra humanidad nos provee la mejor y más poderosa de las herramientas: la palabra.

Decía un estudioso del lenguaje, Robert Cialdini, que si le tuvieran que quitar todas sus posesiones, excepto una, escogería guardar el poder de sus palabras, ya que con él sería capaz de recuperar todas las demás.

Las palabras, cuando son bien utilizadas, son capaces de transformar el mundo. Piensa en Martin Luther King, Nelson Mandela, Mahatma Ghandi: con la fuerza de sus palabras cambiaron positivamente sus sociedades.

Nosotros somos capaces de hacer lo mismo dentro de nuestras propias realidades. Nuestra ambición no tiene que ser la de los grandes próceres de nuestra historia; tal vez, puede ser nuestro entorno inmediato, nuestra relación con nuestros familiares, amigos y colegas.

Para ello, acudamos al diálogo, ese intercambio de palabras en que es tan importante lo que dices como lo que escuchas.

El diálogo no funciona si partes del deseo de ganar una controversia. El diálogo no es un partido de tenis en que estás pendiente de una respuesta equivocada del contrario para acumular un punto a tu favor.

El diálogo funciona si ambas partes buscan, genuinamente, el bien común. Yo gano, si tú ganas. La empatía es el ingrediente fundamental de un diálogo productivo, y para ello debes enfocarte en lo que la otra persona dice y no en cuál será tu próxima respuesta para vencer la controversia. Cuando hay un diálogo verdadero, ambos lados comprenden al otro y ambos lados están dispuestos a cambiar.

¡Qué difícil puede ser esto! En un mundo competitivo, no es fácil abandonar el ego y el orgullo.

Sin embargo, la victoria en un diálogo no se alcanza mediante el último en quedarse de pie en el cuadrilátero, sino en el abrazo, real o figurado, entre las dos partes. Así, y solo así, te sentirás verdaderamente victorioso.

La Encíclica “Fratelli Tutti” tiene varios párrafos dedicados al diálogo. Lo define como “acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto”. Y añade que el auténtico diálogo “supone la capacidad de respetar el punto de vista del otro aceptando la posibilidad de que encierre algunas convicciones o intereses legítimos”.

No se puede desatar un nudo si primero no vemos y entendemos cómo está hecho. Asimismo, no podemos solucionar una controversia si no nos ponemos en los zapatos del otro y comprendemos sus razones y motivaciones.

Por lo tanto, un ‘diálogo’ no es sinónimo de ‘di algo’. No es un rebote vacío de palabras. Tiene que ser un ejercicio de conciencia y de genuino interés en ESCUCHAR al otro. Y destaco la palabra ‘ESCUCHAR’ para diferenciarla de ‘OÍR’, en que la primera es un ejercicio de prestar atención para entender lo que la otra persona siente o quiere comunicar, mientras que la segunda es una mera percepción de los sonidos sin ningún esfuerzo por absorber el mensaje.

El diálogo, por lo tanto, requiere más allá del uso de la mente, los oídos, la boca y los gestos; el diálogo verdadero requiere alma y corazón. Es con estos que podrás traspasar las barreras que te dividen del otro y alcanzar la victoria.

¿Con quién no has tenido un diálogo real y constructivo últimamente? ¿Con quién llegó el momento de tenerlo?

Tal vez hoy sea un buen día para intentarlo.

Dialoga…